domingo, 29 de septiembre de 2013

002 05 - Texto

Locura, suicidio, obsesión

V. –Ciertas personas consideran las ideas espiritistas como capaces de turbar las facultades mentales, y por este motivo encuentran prudente detenerlas en su curso.

A. K. –Ya sabe usted conocer el proverbio: achaques quiere la muerte. No es, pues, de sorprender que los enemigos del Espiritismo procuren apoyarse en todos los pretextos. El indicado les ha parecido a propósito para despertar temores y susceptibilidades, y se han apoderado de él con solicitud. Pero desaparece ante el más ligero examen. Oiga usted, pues, sobre esta locura, el razonamiento de un loco.
Todas las grandes preocupaciones del Espíritu pueden ocasionar la locura; las ciencias, las artes, la misma religión, ofrecen su contingente. La locura tiene por principio un estado patológico del cerebro, instrumento del pensamiento: desorganizado el cerebro queda alterado el pensamiento. La locura es, pues, un efecto consecutivo, cuya causa primera es una predisposición orgánica que hace al cerebro más o menos accesible a ciertas impresiones, y esto es tan cierto que verá usted personas que piensan muchísimo sin volverse locos, y otros que pierden el juicio bajo la influencia de la más pequeña sobreexcitación. Dada la predisposición a la locura, ésta tomará el carácter de la preocupación principal, que se convertirá entonces en una idea fija. Ésta podrá ser la de los espíritus en quien de ellos se haya ocupado, como pudiera ser la de Dios, de los ángeles, del diablo, de la fortuna, del poder, de un arte, de una ciencia, de la maternidad, de un sistema político o social.
Es problema que el loco religioso lo hubiera sido espiritista, si el Espiritismo hubiese sido su preocupación dominante. Cierto es que un periódico ha dicho que en una sola localidad de América, cuyo nombre no recordamos, se contaban cuatro mil casos de locura espiritista. Pero ya sabemos que en nuestros adversarios es una idea fija el creerse dotados exclusivamente de razón, lo cual no deja de ser una manía como otra cualquiera.
Para ellos, todos nosotros somos dignos de un manicomio, y por consiguiente, los cuatro mil espiritistas de la localidad en cuestión deben ser otros tantos locos. Bajo este concepto, los Estados Unidos cuentan con centenares de miles, y un mayor número aún todos los países del mundo. Esta broma pesada comienza a caer en desuso desde que la indicada locura se hace paso en las más elevadas esferas de la sociedad. Mucho ruido se hace con un ejemplo conocido, el de Víctor Hennequín; pero se echa al olvido que, antes de ocuparse de los espíritus, había dado ya pruebas de excentricidad en las ideas. Si las mesas giratorias no hubiesen aparecido –las cuales, según un ingenioso juego de palabras de nuestros adversarios, le hicieron perder el juicio,- su locura hubiera tomado otro carácter.
Digo, pues, que el Espiritismo no goza de ningún privilegio en este punto, y aún más, bien comprendido, preserva de la locura y del suicidio.
Entre las más numerosas causas de sobreexcitación cerebral, deben contarse las decepciones, las desgracias, los afectos contrarios, causas que son también las más frecuentes de suicidio. Pues bien, el verdadero espiritista ve las cosas de este mundo desde un punto de vista tan elevado, que las tribulaciones no son para él más que incidentes desagradables. Lo que en otros produciría una violenta emoción, le afecta medianamente. Sabe por otra parte que los pesares de la vida son pruebas que conspiran a su adelanto si los sufre sin murmurar, porque será recompensado según el valor con que las haya soportado. Estas convicciones le dan, pues, una resignación que le preserva de la desesperación, y por consiguiente, de una causa incesante de locura y de suicidio. Sabe,

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además, por el espectáculo que le dan las comunicaciones de los espíritus, la deplorable suerte de los que voluntariamente abrevian sus días, y este cuadro es bastante para hacerle reflexionar, por lo cual es considerable el número de los que por él han sido detenidos en la funesta pendiente. Este es uno de los resultados del Espiritismo.
En el número de las causas de locura, debe colocarse también el miedo, y el que se tiene al diablo ha descompuesto a más de un cerebro. ¿Se sabe por ventura el número de víctimas producidas al impresionar las imaginaciones débiles con este cuadro que se procura hacer más horroroso por medio de horribles pormenores? Se dice que el diablo no espanta más que a los chiquillos, que es un freno para hacerles prudentes; sí, como la bruja y el coco, pero cuando no les tienen ya miedo, son peores que antes. Y por este magnífico resultado, se olvida el número de epilepsias acusadas a un cerebro delicado.
No debe confundirse la locura patológica, con la obsesión. Ésta no procede de ninguna lesión cerebral, sino de la subyugación ejercida por los espíritus maléficos sobre ciertos individuos, y tiene, a veces, las apariencias de la locura propiamente dicha. Esta afección, que es muy frecuente, es independiente de la creencia en el Espiritismo y ha existido en todos los tiempos. En este caso, la medicina general es impotente y hasta nociva. El Espiritismo, haciendo conocer esta nueva causa de turbación en el estado del ser, ofrece, al mismo tiempo, el medio de curarla obrando no en el enfermo, sino en el Espíritu obsesor. Es el remedio y no la causa de la enfermedad.

Olvido del pasado

V. –No me explico cómo puede aprovecharse el hombre de la experiencia adquirida en las anteriores existencias si no conserva el recuerdo de las mismas; porque, desde el momento que no las recuerda, cada existencia viene a ser como la primera, lo cual equivale a empezar siempre. Supongamos que al despertarnos cada día perdiésemos la memoria de lo que habíamos hecho en el anterior. Es indudable que no estaríamos más adelantados a los sesenta que a los diez años, mientras que recordando nuestras faltas, nuestras fragilidades y los castigos recibidos, procuraríamos no volver a incurrir en ellas. Sirviéndome de la comparación hecha por usted del hombre en la Tierra con el alumno de un colegio, no comprendería que este último pudiese aprovechar las lecciones del quinto año, por ejemplo, si no recordase las aprendidas en el cuarto. Estas soluciones de continuidad en la vida del Espíritu interrumpen todas las relaciones, haciendo de él un ser nuevo hasta cierto punto, de donde puede concluirse que nuestros pensamientos mueren en cada existencia, para renacer sin conciencia de lo que hemos sido. Esto es una especie de anonadamiento.

A. K. –De cuestión en cuestión me conducirá a usted a hacer un curso completo de Espiritismo. Todas las objeciones que usted hace son naturales en el que nada sabe en este asunto, y que encontraría, en un estudio profundo, una solución mucho más explícita que la que puedo dar en una explicación sumaria, que por sí misma debe provocar incesantemente nuevas cuestiones. Todo se encadena en el Espiritismo, y cuando se estudia el conjunto, se ve que los principios se desprenden los unos de los otros apoyándose mutuamente, y lo que parecía entonces una anomalía contraria a la justicia de Dios, parece completamente natural y viene en confirmación de esa sabiduría y de esta justicia de Dios, parece completamente natural y viene en confirmación de esa sabiduría y de esa justicia.
Tal es el problema del olvido del pasado que se relaciona con cuestiones de igual importancia, por lo cual no haré más que desbrozarle.

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Si a cada nueva existencia se corre un velo sobre el pasado, nada pierde el Espíritu de lo que ha adquirido en aquél; olvida únicamente la manera como lo ha adquirido. Sirviéndome de la comparación del alumno, poco le importa recordar dónde, cómo y con qué profesores cursó el cuarto año, al entrar en que quinto, sabe lo que se aprende en el cuarto. ¿Qué le importa saber que fue castigado por su pereza o por su insubordinación, si tales castigos le han hecho estudioso y dócil? De este modo, el hombre, al reencarnarse, trae instintivamente y como ideas innatas lo que ha adquirido en ciencia y en moralidad. Digo en moralidad, porque si durante una existencia se ha mejorado, si ha aprovechado las lecciones de la experiencia, cuando se reencarne será instintivamente mejor; su Espíritu, robustecido en la escuela del sufrimiento y del trabajo, tendrá más solidez; lejos de tener que empezar, posee un abundante fondo, en el que se apoya para adquirir más y más.
La segunda parte de su objeción, respecto del anonadamiento del pensamiento, no es menos infundada, porque semejante olvido sólo tiene lugar durante la vida corporal. Al dejarla, el Espíritu recobra el recuerdo del pasado: puede entonces juzgar del camino recorrido y del que aún le falta recorrer; de modo que no hay solución de continuidad en la vida espiritual, que es la normal del Espíritu.
El olvido temporal es un beneficio de la providencia, ya que la experiencia se adquiere a menudo por las rudas pruebas y expiaciones terribles, cuyo recuerdo sería muy penoso, viniendo a juntarse a las angustias de las tribulaciones de la vida presente. Si parecen largos los sufrimientos de la vida, ¿Qué no parecerían si se aumentase su duración con el recuerdo de los sufrimientos del pasado? Usted, por ejemplo, caballero, es hoy un hombre honrado, pero acaso lo debe a los rudos castigos sufridos por faltas que hoy repugnarían a su conciencia; ¿Le gustaría a usted recordar el haber sido ahorcado alguna vez? ¿No le perseguiría constantemente la vergüenza, pensando que el mundo sabe el mal por usted cometido? ¿Qué le importa a usted lo que haya podido hacer y lo que haya sufrido para expiarlo, si es usted actualmente un hombre apreciable? A los ojos del mundo, es usted un nuevo hombre. A los de Dios, un Espíritu rehabilitado. Libre del recuerdo de un pasado importuno, obra con más libertad; la vida actual es un nuevo punto de partida; las deudas anteriores de usted están satisfechas, le corresponde ahora no encontrar otras nuevas.
¡Cuántos hombres quisieran poder, durante su vida, correr un velo sobre sus primeros años! ¡Cuántos se han dicho al fin de su existencia!: “Si volviese a empezar, no haría lo que he hecho”. “Pues bien, lo que no pueden deshacer en esta vida, lo desharán en otra; en una nueva existencia, su Espíritu traerá consigo, en estado de intuición, las buenas resoluciones tomadas. Así se realiza gradualmente el progreso de la Humanidad.
Supongamos aún, lo que es muy ordinario, que entre sus relaciones, en su misma familia, se encuentre un individuo del cual está usted quejoso, que quizá le ha arruinado o deshonrado en otra existencia, y que viene arrepentido a encarnarse junto a usted, a unírsele por lazos de familia para reparar los agravios por medio de su interés y afecto, ¿No se encontrarían ustedes mutuamente en la posición más falsa, si ambos recordaran sus enemistades? En lugar de apaciguarse éstas, se eternizarían los odios.
Deduzca usted de todo esto que el recuerdo del pasado perturbaría las relaciones sociales y sería una traba al progreso. ¿Quiere usted una prueba de actualidad? Si un hombre condenado a presidio tomase la firme resolución de ser honrado, ¿Qué sucedería a su salida? Sería rechazado por la sociedad y esta repulsión casi siempre volvería a arrastrarle hacia el vicio. Si suponemos, por el contrario, que todo el mundo ignora sus

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antecedentes, sería bien recibido, y si él mismo pudiese olvidarlo, no sería menos honrado y podría caminar alta la frente, en vez de bajarla a la vergüenza del recuerdo.
Esto concuerda perfectamente con la doctrina de los espíritus acerca de los mundos superiores al nuestro. En ellos, donde sólo el bien reina, el recuerdo del pasado no es nada penoso, y por eso sus habitantes recuerdan la existencia precedente como nosotros lo que hemos hecho el día anterior. En cuanto a lo que ha podido hacerse en los mundos inferiores, viene a ser como un sueño pasado.

Elementos de convicción

V. –Convengo, caballero, en que desde el punto de vista filosófico la doctrina espiritista es perfectamente racional, pero queda siempre la cuestión de las manifestaciones que sólo los hechos pueden resolver, y la realidad de semejantes hechos es la que niegan muchas personas, por lo cual no debe usted extrañar el deseo que se experimenta de presenciarlos.

A. K. –Lo encuentro natural, pero como busco el provecho que puedan dar, explico las condiciones en que conviene colocarse para observarlos mejor, y sobre todo para comprenderlos. El que a ello no quiere someterse indica que no tiene serios deseos de ilustrarse, y entonces es inútil perder el tiempo con él.
También convendrá usted, caballero, en que sería extraño que una filosofía racional hubiese salido de hechos ilusorios y falsos. En buena lógica, la realidad del efecto implica la realidad de la causa; si es verdadero el uno, no puede ser falsa la otra, porque no habiendo árbol, no se pueden cosechar frutos.
Cierto es que todo el mundo no ha podido evidenciar los hechos, porque no todos se han puesto en las condiciones requeridas para observarlos, ni han tenido en ellos la paciencia y perseverancia necesarias. Pero esto sucede como en todas las ciencias: lo que no hacen unos lo hacen otros, y todos los días se admite el resultado de cálculos astronómicos por aquellos que no los han hechos.
Como quiera que sea, si usted encuentra buena la filosofía, puede aceptarla como otra cualquiera, reservándose su opinión sobre los senderos y medios que a ella han conducido, o como máximo admitiéndolos a título de hipótesis hasta que tenga más amplia demostración.
Los elementos de convicción no son los mismos para todos; lo que convence a los unos no causa impresión ninguna a los otros, y de aquí que sea necesario un poco de todo. Pero es un error creer que los experimentos físicos son el único medio de convencimiento. He visto algunos a quienes los más notables fenómenos no han podido convencer y de quienes ha triunfado una simple respuesta por escrito. Cuando se ve un hecho que no se comprende, parece más sospechoso cuanto más extraordinario es, y el pensamiento le busca siempre una causa vulgar; si nos damos cuenta de él, lo admitimos mucho más fácilmente, porque tiene una razón de ser: lo maravilloso y lo sobrenatural desaparecen entonces. Es indudable que las explicaciones que acabo de dar a usted en este diálogo están lejos de ser completas, pero estoy persuadido de que, sumarias como son, le darán que pensar, y si las circunstancias le hacen a usted testigo de algunas manifestaciones, las verá con menos prevención, porque podrá fundar su razonamiento sobre una base. Hay dos cosas en el Espiritismo: la parte experimental de las manifestaciones y la doctrina filosófica; y todos los días me visitan personas que nada han visto y que creen tan firmemente como yo, únicamente por el estudio que han hecho de la parte filosófica. Para ellas el fenómeno de las manifestaciones es lo accesorio; el fondo,

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la doctrina, la ciencia, la encuentran tan grande y tan racional, que hallan en la misma todo lo que puede satisfacer sus aspiraciones interiores, haciendo abstracción del hecho de las manifestaciones, y concluyen, de aquí, que aun suponiendo que éstas no existen, no deja de ser la doctrina que mejor resuelve una multitud de problemas creídos insolubles. ¡Cuántos son los que me han dicho que estas ideas habían germinado en su cerebro, aunque de una manera confusa! El Espiritismo ha venido a formularla o darles un cuerpo, siendo para ellos un rayo de luz. Esto explica el número de adeptos que ha hecho la sola lectura de El Libro de los Espíritus. ¿Cree usted que hubiese sucedido esto si nos hubiéramos concretado a las mesas giratorias y parlantes?

V. –Tiene usted razón en decir, caballero, que de las mesas giratorias ha salido una doctrina filosófica, y lejos estaba yo desospechar las consecuencias que podían surgir de un hecho que se miraba como un simple objeto de curiosidad. Ahora veo cuán vasto es el campo abierto por su sistema.

A. K. –Dispense usted, caballero; usted me honra mucho atribuyéndome ese sistema, pero no me pertenece. Todo él está deducido de la enseñanza de los espíritus. Yo he visto, observado, coordinado, y procurado hacer comprender a los otros lo que yo comprendo; he aquí toda la parte que me toca. Entre el Espiritismo y los otros sistemas filosóficos hay esta diferencia capital, que los últimos son obra de hombres más o menos esclarecidos, mientras que en el que usted me atribuye no tengo el mérito de haber inventado un solo principio. Se dice: la filosofía de Platón, de Leibnitez; pero no se dirá: la doctrina de Allan Kardec, y esto es lógico; porque, ¿Qué peso ha de tener un hombre en cuestión tan seria? El Espiritismo tiene auxiliares mucho más preponderantes y a cuyo lado somos átomos.

Sociedad espiritista de París

V. –Sé que dirige usted una sociedad que se ocupa en estos estudios; ¿Me sería posible ingresar en ella?

A. K. –Por ahora ciertamente que no: porque si para ingresar en la misma no se necesita ser doctor en Espiritismo, es preciso por lo menos tener sobre este particular ideas más fijas que las de usted. Como no quiere ser turbada en sus estudios, no puede admitir a los que le harían perder el tiempo en cuestiones elementales, ni a los que, no simpatizando con sus principios y convicciones, introducirían el desorden con discusiones intempestivas o por Espíritus de contradicción. Ella es una sociedad científica, como otras muchas, que se ocupa en profundizar los diferentes puntos de la ciencia espiritista, procurando esclarecerlos. Es el centro donde convergen las enseñanzas de todas las partes del mundo, y donde se elaboran y coordinan las cuestiones que se refieren al progreso de la ciencia, pero no una escuela, ni una enseñanza elemental, más tarde, cuando las convicciones de usted están formadas por el estudio, se verá si hay lugar a admitirle. En el ínterin, podrá usted como máximo asistir una o dos veces como oyente, con la condición de no hacer reflexión alguna que pueda ofender a nadie, pues de lo contrario, yo, que le abría presentado a usted, sufriría los reproches de mis colegas, y a usted se le cerraría la puerta para siempre. Verá usted una reunión de hombres serios y de buen trato, cuya mayor parte se recomienda por la superioridad de su saber y de su posición social, y que no permitirían que aquellos a quienes admite la sociedad se separasen lo más mínimo de los buenos modales; porque no se figura usted que ella invite al público, y que llame a sus sesiones al primer transeúnte. Como no hace demostraciones para satisfacer la curiosidad, huye cuidadosamente de los curiosos. Los que creyesen,

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pues, encontrar en ella una distracción o un espectáculo, se llevarían chasco y harían muy bien en no presentarse a la misma. He aquí por qué no admite, ni siquiera como simples oyentes, a los que no conocen o a aquellos cuyas disposiciones hostiles son notorias.

Prohibición del Espiritismo

V. –Una pregunta final, se lo suplico a usted. El Espiritismo tiene poderosos enemigos; ¿No podrían éstos prohibir el ejercicio de aquél y las sociedades espiritistas, deteniendo de este modo su propagación?

A. K. –Medio sería éste de perder la partida más pronto porque la violencia es el argumento de los que no tienen razones que oponer. Si el Espiritismo es una quimera caerá por sí mismo sin que nadie se tome el trabajo de destruirlo. Si le persiguen es porque se le teme, y sólo lo grave infunde temor. Si es una realidad, está, según tengo dicho, en la Naturaleza, y no se revocan de un plumazo las leyes de la Naturaleza.
Si las manifestaciones espiritistas fuesen privilegio de un solo hombre, no hay duda que, deshaciéndose de él, se pondría fin a las manifestaciones. Desgraciadamente para sus adversarios, no son un misterio para nadie; nada hay secreto en ellas, nada oculto, todo se realiza a la luz del día; están a la disposición de todo el mundo y se les emplea en el palacio y en la cabaña. Puede prohibirse el ejercicio público, pero ya sabemos que no es precisamente en público donde mejor se producen, sino en la intimidad, y pudiendo cada uno ser médium, ¿Quién impedirá, a una familia en el interior de su casa, a un individuo en el silencio de su gabinete, al prisionero entre sus cadenas, tener comunicaciones con los espíritus, a pesar y a las barbas de sus esbirros? Admitamos, sin embargo, que un gobierno fuese bastante fuerte para impedirlas en su estado, ¿Las impediría en los Estados vecinos, en el mundo entero, ya que no hay un solo país en ambos continentes donde no se encuentran médiums?
El Espiritismo, por otra parte, no tiene su germen en los hombres. Es obra de los espíritus, que no pueden ser quemados, ni encarcelados. Consiste en la creencia individual y no en las sociedades, que en manera alguna son necesarias. Si se llega a destruir todos los libros espiritistas (y eso que existen ya algunos miles), los espíritus los dictarían de nuevo.

Diálogo tercero. El sacerdote

El sacerdote. -¿Me permitiría usted, caballero, que a mi vez le dirija algunas preguntas?

A. K. –Con mucho gusto. Pero, antes de responderlas, creo útil manifestarle el terreno en que espero colocarme para responderle.
Debo manifestarle que de ningún modo pretenderé convertirlo a nuestras ideas. Si desea conocerlas detalladamente, las encontrará en los libros donde están expuestas; allí las podrá usted estudiar detenidamente, y libre será de rechazarlas o aceptarlas.
El Espiritismo tiene por objeto combatir la incredulidad y sus funestas consecuencias, dando pruebas patentes de la existencia del alma y de la vida futura. Se dirige, pues, a los que no creen en nada o que dudan, y usted lo sabe, el número de ellos es grande. Los que tienen una fe religiosa, y a los que basta esa fe, no tiene necesidad de él. Al que dice: “Yo creo en la autoridad de la Iglesia y me atengo a lo que enseña sin buscar nada más”, el Espiritismo responde que no se impone a nadie ni viene a forzar convicción alguna.

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La libertad de conciencia es una consecuencia de la libertad de pensar, que es uno de los atributos del hombre, y el Espiritismo se pondría en contradicción con sus principios de caridad y de tolerancia si no las respetase. A sus ojos, toda creencia, cuando es sincera y no induce a dañar al prójimo, es respetable aunque fuese errónea. Si alguien se empeña en creer, por ejemplo, que es el Sol el que da vueltas y no la Tierra, le diríamos: Créalo usted, si le place; porque eso no impedirá que la Tierra dé vueltas; pero del mismo modo que nosotros no procuramos violentar su conciencia, no procure usted violentar la de otros. Si convierte usted en instrumento de persecución una creencia inocente en sí misma, se trueca en nociva y puede ser combatida.
Tal es, señor sacerdote, la línea de conducta que he observado con los ministros de diversos cultos que a mí se han dirigido. Cuando me han interrogado sobre puntos de la doctrina, les he dado las explicaciones necesarias, absteniéndome empero de discutir ciertos dogmas, de que no debe ocuparse el Espiritismo, ya que cada uno es libre de apreciarlos. Pero jamás he ido en busca de ellos con el intento de destruir su fe por medio de la coacción. El que a nosotros viene como hermano, como hermano lo recibimos. Al que nos rechaza le dejamos en paz. Este es el consejo que no ceso de dar a los espiritistas, porque jamás he elogiado a los que se atribuyen la misión de convertir al clero. Siempre les he dicho: Sembrad en el campo de los incrédulos, que en él hay abundante mies que recoger.
El Espiritismo no se impone, porque, como he dicho, respeta la libertad de conciencia. Sabe, por otra parte, que toda creencia impuesta es superficial y sólo da las apariencias de fe, pero no la fe sincera. A la vista de todos expone sus principios, de modo que pueda cada uno formar opinión con conocimiento de causa. Los que los aceptan, laicos o sacerdotes, lo hacen libremente y porque los encuentran racionales; pero de ninguna manera abrigamos mala voluntad respecto de los que son de nuestro parecer. Si hay lucha entre la Iglesia y el Espiritismo, estamos convencidos de que no la hemos provocado nosotros.

S. –Si la Iglesia, al ver surgir una nueva doctrina, encuentra en ella principios que, a su modo de ver, debe condenar, ¿Le negará usted el derecho de discutirlo y combatirlos, de prevenir a los fieles contra los que considera errores?

A. K. –De ningún modo negamos un derecho que reclamamos para nosotros. Si la iglesia se hubiese encerrado en los límites de la discusión, nada mejor podíamos pedir. Pero lea usted la mayor parte de los escritos emanados de sus miembros o publicados en nombre de la religión, y los sermones que han sido predicados, y verá usted la injuria y la calumnia rebosando en todas partes, y los principios de la doctrina indigna y maliciosamente desfigurados. ¿No se ha oído calificar desde lo alto del púlpito de enemigos de la sociedad y del orden público a los espiritistas? ¿No han visto anatematizados y arrojados de la iglesia, a los que el Espiritismo ha atraído a la fe, dando por razón que más vale ser incrédulo que creer en Dios y en el alma por medio del Espiritismo? ¿No se han echado de menos para ellos las hogueras de la inquisición? En ciertas localidades, ¿No se les ha señalado a la animadversión de sus conciudadanos, hasta hacer que se les persiguiese e injuriase en las calles? ¿No se ha conjurado a todos los fieles a que se huyese de ellos, como a los apestados, e inducido a los criados a que no entrasen a su servicio? ¿No se ha solicitado de las mujeres que se separasen de sus maridos, y de los maridos que se separasen de sus mujeres por causa del Espiritismo? ¿No se ha hecho perder su plaza a los empleados, retirar a los obreros el pan del trabajo, y el de la caridad a los desgraciados porque eran espiritistas? Hasta los mismos ciegos han sido echados de los hospitales, porque no quisieron abjurar de su creencia. Y dígame usted, señor sacerdote,

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¿Es ésta una discusión leal? ¿Acaso han vuelto injuria por injuria, y mal por mal los espiritistas? No. A todo han opuesto la calma y la moderación. La conciencia, pues, les ha hecho ya la justicia de decir que no han sido ellos los agresores.

S. –Todo hombre sensato deplora tales excesos, pero la Iglesia no puede ser responsable de abusos cometidos por algunos de sus miembros poco ilustrados.

A. K. –Convengo en ello, ¿Pero son miembros poco ilustrados los príncipes de la Iglesia? Vea usted la pastoral del obispo de Argel y de algunos otros. ¿Y no fue un obispo el que decretó el auto de fe de Barcelona? La autoridad superior eclesiástica, ¿No tiene poder omnímodo sobre sus subordinados? Si, pues, tolera sermones indignos de la cátedra evangélica, si favorece la publicación de escritos injuriosos y difamatorios para una clase de ciudadanos, si no se opone a la persecución ejercidas en nombre de la religión, es porque aprueba todo eso.
En resumen, rechazando sistemáticamente la Iglesia a los espiritistas que a ella volvían, les ha obligado a replegarse sobre sí mismos, y por la naturaleza y violencia de sus ataques ha ensanchado la discusión trayéndola a otro terreno. El Espiritismo no era más que una simple doctrina filosófica; la Iglesia es quien lo ha engrandecido, presentándolo como un enemigo terrible, quien, en fin, la ha proclamado una nueva religión. Esta era una falta de destreza, pero la pasión no reflexiona.

Un librepensador. –Hace un momento proclamó usted la libertad de pensamiento y de conciencia, y declaró que toda creencia sincera es respetable. El materialismo es una creencia como otra cualquiera, ¿Por qué no ha de gozar de la libertad que concede usted a las otras?

A. K. –Seguramente cada uno es libre de creer lo que le plazca o de no creer en nada, y no legitimamos una persecución contra el que cree en la nada después de la muerte, y como tampoco la dirigida contra un cismático de una religión cualquiera. Combatiendo el materialismo, atacamos no a los individuos, sino a una doctrina que, si bien es inofensiva para la sociedad cuando se cierra en el foro interno de la conciencia de las personas ilustradas, es una llaga social si se generaliza. La creencia de que todo acaba para el hombre después de la muerte, de que toda solidaridad cesa con la vida, le conduce a considerar el sacrificio del bienestar presente en provecho de otro como una tontería, y de aquí la máxima: Cada uno para sí, durante la vida, puesto que nada hay después de ésta. La caridad, la fraternidad, la moral, en una palabra, no tienen ninguna base, ninguna razón de ser. ¿Por qué molestarse, reprimirse, privarse hoy, cuando acaso mañana no existiremos? La negación del porvenir, la simple duda sobre la vida futura, son los mayores estímulos del egoísmo, manantial de la mayor parte de los males de la humanidad. Se necesita gran virtud para ser retenido en la pendiente del vicio y del crimen, sin otro freno que la fuerza de su voluntad. El respeto humano puede detener al hombre de mundo, pero no aquel para quien el temor de la opinión es nulo.
La creencia de la vida futura, demostrando la perpetuidad de las relaciones entre los hombres, establece entre ellos una solidaridad que no se detiene en la tumba, cambiando así el curso de las ideas. Si esta creencia no fuera más que un vano espantajo, sólo en una época hubiese existido. Pero como su realidad es un hecho de experiencia, es un deber propagarla y combatir la creencia contraria en interés del orden social. Esto es lo que hace el Espiritismo, lo hace con éxito, porque da pruebas, y porque en definitiva el hombre percibe la certeza de vivir dichoso en un mundo mejor, en compensación de las miserias terrestres, que creer que se muere para siempre. El pensamiento de verse anonadado perpetuamente, de creer a los hijos y a los seres que nos son queridos perdidos sin esperanza, sonríe, créalo usted, a un número de personas muy reducido. Y de

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aquí depende que los ataques dirigidos contra el Espiritismo en nombre de la incredulidad tengan tan poco éxito, y no lo han hecho vacilar un instante.

S. –La religión enseña todo eso; hasta el presente ha sido ella suficiente, ¿Hay por ventura necesidad de una nueva doctrina?

A. K. –Si basta la religión, ¿Por qué hay tantos incrédulos, religiosamente hablando? La religión nos lo enseña, es cierto, nos dice que creamos en ello, ¡Pero hay tantas personas que no creen si no se les prueba lo que se les dice! El Espiritismo prueba y hace ver lo que la religión enseña teóricamente. ¿Y de dónde proceden semejantes pruebas? De la manifestación de los espíritus. Es probable, pues, que sólo con permiso de Dios se manifiesten, y si Dios en su misericordia envía tal recurso a los hombres, para sacarlos de la incredulidad, es una impiedad rechazarlo.

S. –No me negará usted, sin embargo, que el Espiritismo no está conforme en todos sus puntos con la religión.

A. K. –Por Dios, señor sacerdote, todas las religiones pueden decir lo mismo: los protestantes, los judíos, los musulmanes, lo mismo que los católicos.
Si el Espiritismo negase la existencia de Dios, del alma, su individualidad y su inmortalidad, las penas y las recompensas futuras, el libre albedrío del hombre. Si enseñase que cada uno vive en la Tierra y que sólo en sí debe pensar, sería contrario no sólo a la religión católica, sino a todas las religiones del mundo; sería la negación de todas las leyes morales, base de las sociedades humanas, lejos de esto, los espíritus proclaman un Dios único, soberanamente justo y bueno; dicen que el hombre es libre y responsable de sus actos, remunerando y castigado según el bien o el mal que haya hecho; ponen por encima de todas las virtudes la caridad evangélica, y esta regla sublime enseñada por Cristo: Hacer a los otros lo que quisiéramos que nos hicieran a nosotros. ¿No son esto los fundamentos de la religión? Hacen más aún: Nos inician en los misterios de la vida futura, que no es ya para nosotros una abstracción, sino una realidad, porque los mismos a quienes conocíamos son los que nos vienen a reflejarnos su situación o decirnos cómo y por qué sufren o son dichosos. ¿Qué hay en esto de antirreligioso? Esta certeza en el porvenir de encontrar a los que hemos amado, ¿No es un consuelo? La grandiosidad de la vida espiritual, que es su esencia, comparada con las mezquinas preocupaciones de la vida terrestre, ¿No es a propósito para elevar nuestra alma y para estimular al bien?

S. –Convengo en que respecto de las cuestiones generales el Espiritismo está conforme con las grandes verdades del cristianismo, ¿Pero sucede lo mismo en cuanto a los dogmas? ¿Acaso no contradice ciertos principios que nos enseña la Iglesia?

A. K. –El Espiritismo es ante todo una ciencia y no se ocupa en cuestiones dogmáticas. Esta ciencia, como todas las filosóficas, tiene consecuencias morales, ¿Son buenas o malas? Puede juzgarse de ellas por los principios generales que acabo de recordar. Algunas personas se han equivocado sobre el verdadero carácter del Espiritismo, y esta cuestión es bastante seria, para que nos merezca algún desarrollo.
Citemos ante todo una comparación: estando en la Naturaleza la electricidad, ha existido en todos los tiempo, produciendo los efectos que conocemos y muchos otros que no conocemos aún. Los hombres, ignorando la verdadera causa, han explicado aquellos efectos de una manera más o menos extravagante. El descubrimiento de la electricidad y de sus propiedades vino a destruir una multitud de absurdas teorías iluminando más de un misterio de la Naturaleza. Lo que la electricidad y las ciencias físicas en general han hecho en ciertos fenómenos, lo hace el Espiritismo en fenómenos de otro orden.

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El Espiritismo está fundado en la existencia de un mundo invisible formado de seres incorpóreos que pueblan el espacio, y que no son otros que las almas de los que han vivido en la Tierra o en otros globos, donde han dejado su envoltura material. Estos son los seres que designamos con el nombre de Espíritu; nos rodean sin cesar y ejercen en los hombres, a pesar de éstos, una gran influencia; desempeñan un papel muy activo en el mundo moral, y hasta cierto punto en el físico. El Espiritismo está, pues, en la Naturaleza, y se puede decir que, en un cierto orden de ideas, es una fuerza, como lo es la electricidad y la gravitación bajo otro punto de vista. Los fenómenos cuyo origen está en el mundo invisible, han debido producirse y se han producido, en efecto, en todos los tiempos. He aquí por qué la historia de todos los pueblos hace mención de ellos. Únicamente en su ignorancia, como para la electricidad, los hombres han atribuido esos fenómenos a causas más o menos racionales, dando, bajo este concepto, libre curso a su imaginación. El Espiritismo, mejor observado después de que se ha vulgarizado, ilumina una multitud de cuestiones hasta hoy irrecusables o mal comprendidas, su verdadero carácter es, pues, el de una ciencia y no de una religión; y la prueba está en que cuenta entre sus adeptos hombres de todas las creencias, sin que por esto hayan renunciado a sus convicciones; católicos fervientes, que no dejan de practicar todos los deberes de su culto, cuando no son rechazados por la Iglesia, protestantes de todas sectas, israelitas, musulmanes y hasta budistas y brahmanistas. Está basado, pues, en principios independientes de toda cuestión dogmática. Sus consecuencias morales están implícitamente en el Cristianismo, porque de todas las doctrinas el Cristianismo es la más digna y la más pura, y por esto, de todas las sectas religiosas del mundo, los cristianos son los más aptos para comprenderlo en toda su verdadera esencia. ¿Puede reprochársele por esto? Sin duda puede cada uno hacerse una religión de sus opiniones, interpretar a su gusto las religiones conocidas, pero de aquí a la constitución de una nueva Iglesia hay gran distancia.

S. ¿No hace usted, sin embargo, las evocaciones según una fórmula religiosa?

A. K. –Seguramente nos anima un sentimiento religioso en las evocaciones y en nuestras reuniones, pero no existe una fórmula sacramental; para los espíritus el pensamiento lo es todo, y nada la forma. Los llamamos en nombre de Dios porque creemos en Dios y sabemos que nada se cumple en este mundo sin su permiso, y porque si Dios no les permitiese venir no vendrían. En nuestros trabajos procedemos con calma y recogimiento, porque es una condición necesaria para las observaciones, y en segundo lugar porque conocemos el respeto que se debe a los que ya no viven en la Tierra, cualquiera que sea su condición feliz o desgraciada en el mundo de los espíritus. Hacemos un llamamiento a los buenos espíritus, porque sabiendo que los hay buenos y malos, procuramos que estos últimos no vengan a mezclarse fraudulentamente en las comunicaciones que recibimos. ¿Qué prueba todo esto? Que no somos ateos, pero esto no implica de ningún modo que seamos religionarios.

S. -Pues bien, ¿Qué dicen los espíritus superiores en lo tocante a la religión? Los buenos deben aconsejarnos y guiarnos. Supongamos que yo no tengo ninguna religión, y quiero escoger una. Si les pregunto: me aconsejáis que me haga católico, protestante, anglicano, cuákero, judío, mahometano o mormón, ¿Qué responderán?

A. K. –En todas las religiones hay que considerar dos puntos: los principios generales, comunes a todas, y los peculiares de cada una. Los primeros son los que acabamos de mencionar, y éstos los proclaman todos los espíritus, cualquiera que sea su rango. En cuanto a los segundo, los espíritus vulgares, sin ser malos, pueden tener preferencias, opiniones. Pueden preconizar tal o cual forma. Pueden, pues, inducir a ciertas prácticas, ya por convicción personal, ya porque conservan las ideas de la vida

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terrestre, ya por prudencia a fin de no lastimar las conciencias timoratas. ¿Cree usted, por ejemplo, que un espíritu ilustrado, aunque fuese el mismo Fenelón, dirigiéndose a un musulmán, le diría con poco tacto que Mahoma es un impostor, y que se condenará si no se hace cristiano? Se guardará muy bien, porque sería rechazado.

Los espíritus superiores, en general, cuando no son solicitados por ninguna consideración especial, no se ocupan de pormenores, y se limitan a decir: “Dios es bueno y justo, sólo quiere el bien; la mejor, pues, de todas las religiones es la que sólo enseña lo que está conforme con la bondad y la justicia de Dios; la que da de Él la idea más grande, más sublime y no lo rebaja atribuyéndole las pequeñeces y pasiones de la humanidad, la que hace a los hombres buenos y virtuosos y les enseña a amarse todos como hermanos; la que condena todo mal hecho al prójimo; la que bajo ninguna forma ni pretexto autoriza la justicia; la que no prescribe nada contrario a las leyes inmutables de la naturaleza, porque Dios no puede contrariarse; aquella cuyos ministros dan el mejor ejemplo de bondad, caridad y moralidad; la que más tiende a combatir el egoísmo y menos contemporice con el orgullo y vanidad de los hombres; aquella, en fin, en cuyo nombre menos mal se comete, porque una buena religión no puede ser pretexto de mal alguno: no debe dejar ninguna puerta abierta ni directamente, ni por interpretación. “Ved, juzgad y escoged”.