domingo, 29 de septiembre de 2013

002 03 - Texto

Impotencia de los detractores

V. –Convengo en que entre los detractores del Espiritismo haya personas inconsecuentes, como la de que acaba usted de hablar. Pero, al lado de éstas, ¿No hay hombres de valía real y de opiniones de peso?

A. K. –No lo niego, y respondo a ello que el Espiritismo cuenta con sus filas con un buen número de hombres de valía no menos real. Digo más aún, y es que la inmensa mayoría de los grupos espiritistas se compone de hombres de inteligencia y de estudio, y sólo la mala fe puede decir que sólo creen en él las mujerzuelas y los ignorantes.
Por otra parte, hay un hecho perentorio que responde a esa objeción, y es el de que, a pesar de su saber y de su posición oficial, ninguno ha conseguido detener la marcha del Espiritismo, y sin embargo, no existe uno solo, desde el más humilde folletinista, que no se haya hecho la ilusión de asestarle el golpe mortal, consiguiendo todos sin excepción ayudarle, sin quererlo, en su expansión. Una idea que resiste a tantos esfuerzos, que avanza, sin titubear, a través de la lluvia de dardos que se le asestan, ¿No reclama este fenómeno la atención de los pensadores serios? Por eso más de uno se dice hoy que algo debe haber en el Espiritismo, quizá uno de esos movimientos irresistibles que, de tiempo en tiempo, remueven las sociedades para transformarlas.
Siempre ha sucedido lo mismo con las nuevas ideas llamadas a revolucionar el mundo. Encuentran por fuerza obstáculos, porque han de luchar con los intereses, con las preocupaciones y con los abusos que vienen a destruir, pero como forman parte de los designios de Dios para realizar la ley del progreso de la Humanidad, nada puede detenerlas cuando les llega su hora, lo cual prueba que son la expresión de la verdad.
Manifiesta desde luego, según tengo dicho, la impotencia de los adversarios del Espiritismo, la ausencia de buenos razones, ya que las que le ponen no convencen. Pero depende también esa impotencia de otra causa que burla todas sus combinaciones. Se maravillan de sus progresos a pesar de todo lo que hacen para detenerlo, y ninguno encuentra la causa, porque la buscan donde existe. Los unos la ven en el gran poderío del diablo que, de ser cierta esta explicación, sería más fuerte que ellos, y hasta más que el mismo Dios; los otros, en el desarrollo de la locura humana. El error de todos está en creer que la fuente del Espiritismo es única y que se basa en la opinión de un hombre. De aquí la idea de que, destruyendo la opinión de un hombre, destruirán el Espiritismo. De aquí que busquen el origen en la Tierra, y estando ésta en el espacio, no se encuentra en un punto solo sino en todas partes, porque en todas partes, en todos los países, se manifiestan los espíritus, lo mismo en los palacios que en las cabañas. La verdadera causa está, pues, en la naturaleza misma del Espiritismo, que no recibe el impulso de un solo hombre, sino que permite a cada uno recibir comunicaciones de los espíritus, confirmándose así en la realidad de los hechos. ¿Cómo persuadir a millones de individuos que todo eso no es más que charlatanismo, escamoteo y habilidades son ellos los que obtienen el resultado sin el concurso de nadie? ¿Se les hará creer que son ellos sus propios ayudantes, y que se entregan al charlatanismo y al escamoteo para sí mismos únicamente?

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Esta universalidad de las manifestaciones de los espíritus, que acuden a todas las partes del globo a desmentir a los detractores y a confirmar los principios de la doctrina, es una fuerza tan incomprensible para los que no conocen el mundo invisible, como la rapidez y la transmisión de un telegrama para los que no conocen las leyes de la electricidad. Y contra esta fuerza se estrellan todas las negaciones, porque equivale a decir a personas que están recibiendo los rayos del sol, que el sol no existe.
Haciendo abstracción de las cualidades de la doctrina, que satisfacen más que las que se le oponen, la indicada es la causa de las derrotas que sufren los que intentan detenerla en su marcha. Para conseguirlo, les sería necesario encontrar el medio de impedir a los espíritus que se manifiesten. He aquí por qué los espiritistas se cuidan tan poco de sus maquinaciones. La experiencia y la autoridad de los hechos están de su parte.

Lo maravilloso y lo sobrenatural

V. –El Espiritismo tiende, evidentemente, a resucitar las creencias fundadas en lo maravilloso y lo sobrenatural, lo que me parece difícil en nuestro siglo positivista, porque equivale a defender las supersticiones y los errores populares que la razón rechaza.

A. K. –Las ideas son supersticiosas porque son falsas, y cesan de serlo desde el momento en que se las reconoce exactas. La cuestión está, pues, en saber si hay o no manifestaciones de espíritus, y usted no puede calificarlas de supersticiones hasta que haya probado que no existen. Pero usted dirá: mi razón las rechaza; pero todos los que creen y que no son unos tontos, invocan también su razón y además los hechos. ¿Cuál de las dos razones es superior? El juez supremo en esto es el porvenir, como lo ha sido en todas las cuestiones científicas o industriales, calificadas en su origen de absurdos y de imposibles. Usted juzga a priori según su razón; nosotros no juzgamos sino después de haber visto y observado por mucho tiempo. Añadimos que el Espiritismo ilustrado, como el de hoy, tiende, por el contrario, a destruir las ideas supersticiosas, porque demuestra la verdad a la falsedad de las creencias populares, y todos los absurdos que la ignorancia y las preocupaciones han mezclado con ellos.
Voy más lejos aún, y digo que, precisamente, el positivismo del siglo es el que hace adoptar el Espiritismo y a quien debe éste, en parte, su rápida propagación, y no, según pretenden algunos, a un recrudecimiento del gusto de lo maravilloso y sobrenatural.
Lo sobrenatural desaparece a la luz de la ciencia, de la filosofía y de la razón, como los dioses del paganismo desaparecieron a la del cristianismo.
Lo sobrenatural es lo que está fuera de las leyes de la Naturaleza. El positivismo nada admite fuera de éstas. ¿Pero las conoce todas? En todos tiempos los fenómenos cuya causa era desconocida han sido reputados sobrenaturales. Cada nueva ley descubierta por la ciencia ha alejado los límites de aquél, y el Espiritismo viene a revelar una ley según la cual la conversación con el Espíritu de un muerto reposa en una ley tan natural como la que la electricidad permite establecer entre los individuos, distantes quinientas leguas el uno del otro, y así con todos los otros fenómenos espiritistas. El Espiritismo repudia, en lo que le concierne, todo efecto maravilloso, es decir, fuera de las leyes de la Naturaleza. No hace milagros ni prodigios, pero explica, en virtud de una ley, ciertos efectos reputados hasta hoy como milagrosos y prodigiosos, demostrando al mismo tiempo su posibilidad. Ensancha así el dominio de la ciencia, bajo cuyo aspecto es también una ciencia. Pero originado el descubrimiento de esta nueva ley consecuencias morales, el código de aquéllas, hace del Espiritismo una doctrina filosófica.

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Bajo este último punto de vista, responde a las aspiraciones del hombre respecto del porvenir; pero como apoya la teoría de éste en bases positivas y racionales, se amolda al espíritu positivista del siglo, lo que comprenderá usted cuando se haya tomado el trabajo de estudiarlo. (El Libro de los Médiums, cap. II de esta obra).

Oposición de la ciencia

V. –Usted, según dice, se apoya en los hechos, pero le oponen la opinión de los sabios que los niegan, o que los explican de distinta manera. ¿Por qué no se han ocupado ellos del fenómeno de las mesas giratorias? Si en el hubiesen visto algo serio, me parece que se hubiesen guardado de descuidar tan extraordinarios hechos, y menos aún rechazarlos con desdén, mientras que todos están en contra de usted. ¿No son los sabios la antorcha de las naciones, y no es su deber el de difundir la luz? ¿Cómo quiere usted que la hubiesen apagado, presentándoseles tan buena ocasión de revelar al mundo una nueva fuerza?

A. K. –Usted acaba de trazar de un modo admirable el deber de los sabios. Lástima que lo hayan olvidado más de una vez. Pero antes de contestar a esta juiciosa observación, debo rectificar un grave error en que ha incurrido usted, diciendo que todos los sabios están en contra de nosotros.
Como he dicho antes, el Espiritismo hace sus prosélitos precisamente en la clase ilustrada, y en todos los países del mundo: cuenta con un gran número de ellos entre los médicos, de todas las naciones, y los médicos son hombres de ciencia, los magistrados, los profesores, los artistas, los literatos, los militares, los altos funcionarios, los eclesiásticos, etc., que se acogen a su bandera son personas a las cuales no puede negarse cierta dosis de ilustración, puesto que no solamente hay sabios en la ciencia oficial y en las corporaciones constituidas. El hecho de que el Espiritismo no tenga un derecho de ciudadanía en la ciencia oficial, ¿Es motivo para condenarle? Si la ciencia jamás se hubiese engañado, su opinión podría pesar en la balanza; pero desgraciadamente, la experiencia prueba lo contrario. ¿No ha rechazado como quimeras una multitud de descubrimientos que, más tarde, han ilustrado la memoria de sus autores? El verse privada Francia de la iniciativa del vapor, ¿No está relacionada con la primera de nuestras corporaciones sabias? Cuando Fulton vino al campo de Bolonia a presentar su sistema a Napoleón I, quien recomendó su examen inmediato al Instituto, ¿No dijo éste que semejante sistema era un sueño impracticable, y que no había lugar para ocuparse de él? ¿Ha de concluirse de aquí que los miembros del Instituto son ignorantes? ¿Justifica esto los epítetos triviales que se complacen ciertas personas en prodigarles? Seguramente que no, y ninguna persona sensata deja de hacer justicia a su eminente saber, reconociendo, sin embargo, que no son infalibles, y que su juicio no es decisivo, sobre todo en cuanto a ideas nuevas.

V. –Enhorabuena, convengo en que no son infalibles. Pero no es menos cierto que, a causa de su saber, su opinión vale algo, y que si usted los tuviese a favor suyo, daría esto mucho prestigio a su sistema.

A. K. –También admitirá usted que nadie es buen juez más que en los asuntos de su competencia. Si quisiera usted edificar una casa, ¿Se dirigiría a un médico? Si estuviese malo, ¿Se haría cuidar por un arquitecto? Si tuviese un pleito, ¿Tomaría parecer de un bailarín? En fin, si tratase de una cuestión de teología, ¿La haría usted resolver por un químico o por un astrónomo? No, a cada uno lo suyo. Las ciencias vulgares descansan sobre las propiedades de la materia que puede manipularse a nuestro antojo; los fenómenos que la materia produce tienen por agentes fuerzas materiales. Los fenómenos

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del Espiritismo tienen por agentes inteligencias independientes, dotadas de libre albedrío, y no sometidas a nuestro capricho. De este modo se sustraen a nuestro procedimiento de laboratorio y a nuestros cálculos, y por tanto, no son del dominio de la ciencia propiamente dicha.
Las ciencia, pues, se ha extraviado cuando ha querido experimentar a los espíritus como con una pila voltaica. Ha fracasado, y así debía suceder, porque operaba obedeciendo a una analogía que no existe, y luego, sin tomarse mayor trabajo, ha proferido la negativa: juicio temerario, que el tiempo se encarga de reformar cada día, como ha reformado muchos otros, y los que lo han pronunciado pasarán por la vergüenza de haberse revelado, harto ligeramente, contra la potencia infinita del Creador.
Las corporaciones sabias no tienen, ni tendrán nunca que decidirse en esta cuestión. No es de su incumbencia, como no lo es determinar si Dios existe, siendo por consiguiente erróneo el querer hacerlas jueces. El Espiritismo es una cuestión de creencia personal que no puede depender del voto de una asamblea, porque, aunque le fuese favorable, no puede forzar las conciencias. Cuando la opinión pública se haya formado sobre este particular, los sabios, como individuos, lo aceptarán, obedeciendo a la fuerza de las cosas. Deje que pase una generación, y con ella, las preocupaciones del amor propio que se subleva, y verá usted que sucede con el Espiritismo lo que con otras verdades que se han combatido, acerca de las cuales sería actualmente ridícula la duda. Hoy se trata de locos a los creyentes, mañana los locos serán los incrédulos, al igual como en otro tiempo se trataba de locos a los que creían en el movimiento de la Tierra.
Pero todos los sabios no han emitido el mismo juicio, y entiendo por sabios los hombres de estudio y de ciencia, con o sin título oficial. Muchos han hecho el razonamiento siguiente:
“No hay efecto sin causa y los más vulgares efectos pueden conducirnos a los más graves problemas. Si Newton hubiese despreciado la caída de la manzana; si Galvani hubiese rechazado a su criada tratándola de loca y visionaria, cuando le hablaba de las ranas que bailan en el plato, quizá estaríamos aún sin conocer la admirable ley de la gravitación universal y las fecundas propiedades de la pila. El fenómeno que se conoce con el nombre burlesco de danza de las mesas, no es más ridículo que el de la danza de las ranas, y quizá encierra también alguno de esos secretos de la Naturaleza que revolucionan a la humanidad cuando se tiene la clave de ello”
Se ha dicho además: “Puesto que tantas personas se ocupan de él, puesto que hombres serios lo han estudiado, preciso es que haya algo en todo eso: una ilusión, una moda si se quiere, no puede tener ese carácter de generalidad. Puede seducir a un círculo, a un corrillo, pero no pasear el mundo entero. Guardémonos, pues, de negar la posibilidad de lo que no comprendemos, no sea que tarde o temprano recibamos un mentís poco favorable a nuestra perspicacia”.

V. –Perfectamente; he aquí un sabio que razona con sabiduría y prudencia, y yo, sin serlo, pienso como él. Pero observe usted que nada afirma: duda, duda únicamente, ¿Y sobre qué basar la creencia en la existencia de los espíritus y, sobre todo, la posibilidad de comunicarse con ellos?

A. K. –Esta creencia se apoya en los razonamientos y en hechos. Yo mismo lo la adopté hasta después de haberla examinado detenidamente. Habiendo adquirido en el estudio de las ciencias exactas costumbres positivas, he sondeado y escudriñado esta nueva ciencia en sus más ocultos repliegues; he querido darme cuenta de todo: porque no acepto una idea hasta no conocer el porqué y cómo de la misma. He aquí el razonamiento que me hacía un ilustre médico, incrédulo en otro tiempo y hoy adepto ferviente:

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“Se dice que se comunica seres invisibles; y, ¿Por qué no? Antes de la invención del microscopio, ¿Sospechábamos la existencia de esos millares de animalitos que tantos trastornos causan en nuestro cuerpo? ¿Dónde está la imposibilidad material de que haya en el espacio seres inaccesibles a nuestros sentidos? ¿Tendremos acaso la ridícula pretensión de saberlo todo y decir a Dios que nada más puede enseñarnos ya? Si esos seres invisibles que nos rodean son inteligentes, ¿Por qué no han de comunicarse con nosotros? Si están en relación con los hombres, deben desempeñar un papel en el destino y en los acontecimientos. ¿Quién sabe? Acaso constituyen uno de los poderes de la Naturaleza, una de esas fuerzas ocultas que nosotros no sospechamos. ¡Qué nuevo horizonte ofrece todo eso al pensamiento! ¡Qué vasto campo de observaciones! El descubrimiento del mundo de los invisibles sería muy distinto del de los infinitamente pequeños; más que un descubrimiento, sería una revolución en las ideas. ¡Cuántas cosas misteriosas explicaría! Los que en ellos creen son puestos en ridículo, ¿Pero qué prueba esto? ¿No ha sucedido lo mismo con todos los grandes descubrimientos? ¿No se rechazó a Cristóbal Colón, saciándole de disgustos y tratándole de insensato? Semejantes ideas, se dice, son tan extrañas que no pueden admitirse; pero el que hubiese afirmado, hace medio siglo únicamente, que en algunos minutos podría establecerse correspondencia del uno al otro extremo del mundo; que en algunas horas se podría atravesar Francia; que con el humo de un poco de agua hirviendo caminaría un buque a pesar del viento de proa; que se sacarían del agua los medios de alumbrarse y calentarse; que podría iluminarse París en un instante con un solo receptáculo de una sustancia invisible; al que todo o algo de esto hubiese afirmado, repito, ¿No se le hubieran reído a carcajadas? ¿Y es por ventura más prodigioso que esté poblado el espacio de seres inteligentes que, después de haber vivido en la Tierra, han dejado la envoltura material? ¿No se encuentra en este hecho la explicación de una multitud de creencias que se refieren a la más remota antigüedad? Semejantes cosas vale la pena de que las profundicemos”.
He aquí las reflexiones de un sabio, pero de un sabio sin pretensiones; palabras que son también las de una multitud de hombres ilustrados. Han visto, no superficialmente y con prevención; han estudiado seriamente y sin estar prevenidos en contra, han tenido la modestia de no decir: no lo comprendo, luego no es cierto; han formado su convicción por medio de la observación y el razonamiento. Si esas ideas hubiesen sido quiméricas, ¿Cree usted que semejantes hombres las hubiesen adoptado? ¿Qué por tanto tiempo hubieran sido juguete de una ilusión?
No hay, pues, imposibilidad material de que existan seres invisibles para nosotros y de que pueblen el espacio; consideración que por sí sola debiera inducir a mayor circunspección. ¿Quién en otro tiempo hubiese pensado que una gota de agua clara encierra millares de seres, cuya pequeñez confunde nuestra imaginación? Pues digo que más difícil era a la razón el concebir seres provistos de tan diminutos órganos y funciones como nosotros, que admitir lo que llamamos espíritus.

V. –Sin duda alguna, pero de la posibilidad de que exista una cosa, no se deduce que realmente exista.

A. K. –De acuerdo; pero usted convendrá en que desde el momento en que no es imposible, se ha dado un gran paso, porque nada en ella repugna a la razón. Resta, pues, evidenciarla por la observación de los hechos, observación que no es nueva.
La historia, tanto sagrada como profana, prueba la antigüedad y la universalidad de esta creencia, que se ha perpetuado a través de todas las vicisitudes del mundo, y que, en estado de ideas innatas e intuitivas se encuentran grabada en el pensamiento de los pueblos más salvajes, así como la del Ser Supremo y la de la vida futura. El Espiritismo no

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es, pues, de creación moderna ni mucho menos; todo prueba que los antiguos lo conocían tan bien o quizá mejor que nosotros, con la única diferencia de que se enseñaba mediante ciertas precauciones misteriosas que lo hacían inaccesibles al vulgo, abandonando intencionalmente en el lodazal de la superstición.
Con respecto a los hechos, son de dos naturalezas: los unos espontáneos, y provocados los otros. Entre los primeros, debemos colocar las visiones y apariciones, que son muy frecuentes; los ruidos, alborotos y perturbaciones de objetos sin causa material, y multitud de efectos insólitos que se catalogaban como sobrenaturales, y que hoy nos parecen sencillos. Porque, para nosotros, nada hay sobrenatural, ya que todo entra en las leyes inmutables de la Naturaleza. Los hechos provocados son los obtenidos con el auxilio de los médiums.

Falsas explicaciones de los fenómenos

V. –Los fenómenos provocados son especialmente los que más se critican. Pasemos por alto toda suposición de charlatanismo, y admitamos una completa buena fe. ¿No podríamos pensar que los médiums son juguete de una alucinación?

A. K. –Que yo sepa, aún no se ha explicado claramente el mecanismo de la alucinación. Tal como se la conoce es, sin embargo, un efecto muy raro y muy digno de estudio. ¿Cómo, pues, los que pretenden darse cuenta, por este medio, de los fenómenos espiritistas, no pueden explicar su aplicación? Por otra parte, hay hechos que rechazan esta hipótesis, cuando una mesa u otro objeto se mueve, se levanta y golpea; cuando a nuestra voluntad se pasea por la sala sin el contacto de nadie; cuando se separa del suelo y se mantiene en el espacio sin punto de apoyo; cuando, en fin se rompe al caer, no son ciertamente estos efectos producidos por una alucinación. Suponiendo que el médium, a consecuencia de su imaginación, crea ver lo que no existe, ¿Es probable que toda una sociedad padezca el mismo vértigo, que se repita esto en todas partes y en todos los países? La alucinación, en semejante caso, sería más prodigiosa que el hecho mismo.

V. –Admitiendo la realidad del fenómeno de las mesas giratorias y golpeadoras, ¿No es más racional atribuirlo a la acción de un fluido cualquiera, del magnético, por ejemplo?

A. K. –Tal fue el primer pensamiento, y yo, como otros, lo tuve. Si los efectos se hubiesen limitado a efectos materiales, sin duda alguna podrían explicarse por este medio. Pero cuando los movimientos y golpes dieron pruebas de inteligencia, cuando se reconoció que respondían con entera libertad al pensamiento, se sacó esta consecuencia: Si todo efecto tiene una causa, todo efecto inteligente tiene una causa inteligente. ¿Puede ser esto efecto de un fluido, a menos que no se diga que éste es inteligente? Cuando usted ve que los brazos del telégrafo hacen señas y que transmiten el pensamiento, usted sabe perfectamente que no son esos brazos de madera o de hierro los inteligentes, sino que es una inteligencia quien los hace mover. Lo mismo sucede con las mesas. ¿Hay o no efectos inteligentes? Esta es la cuestión. Los que lo niegan son personas que no lo han visto todo y que se apresuran a fallar según sus propias ideas, y partiendo de una observación superficial.

V. –A esto se responde que, si hay un efecto inteligente, no es otro que la propia inteligencia, ya del médium, ya del interrogador, ya de los asistentes, porque, se dice, la respuesta está siempre en el pensamiento de alguno.

A. K. –También esto es un error producido por una falta de observación. Si los que piensan de este modo se hubiesen tomado el trabajo de estudiar el fenómeno en

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todas sus fases, hubieran reconocido a cada paso la independencia absoluta de la inteligencia que se manifiesta. ¿Cómo puede conciliarse esta tesis con las respuestas que están fuera del alcance intelectual y de la instrucción del médium, que contradice sus ideas, sus deseos y sus opiniones, o que difieren completamente de las previsiones de los asistentes? ¿Cómo conciliarla con los médiums que escriben en un idioma que no conocen, o en el suyo propio sin saber leer ni escribir? A primera vista, esta opinión no tiene nada de irracional, convengo en ello, pero está desmentida por hechos tan numerosos y concluyentes, que hacen imposible la duda.
Por lo demás, admitida esta teoría, el fenómeno, lejos de simplificarse, sería por el contrario prodigioso. ¡Qué! ¿Se reflejaría el pensamiento en una superficie, como la luz, el sonido, el calor? Ciertamente mucho tendría que ver en esto la sagacidad de la ciencia. Y por otra parte, lo que no es menos maravillo es que de veinte personas reunidas, se reflejara precisamente el de tal, y no el de cual. Semejante sistema es insostenible. Es verdaderamente curioso ver a los contradictores buscar causas cien veces más extraordinarias y difíciles de comprender que las que se les señalan.

V. -¿Y no podría admitirse, según la opinión de algunas personas, que el médium se encuentra en un estado de crisis, gozando de una lucidez que le da la percepción sonambúlica o una especie de doble vista, lo cual explicaría la extensión momentánea de las facultades intelectuales, y que, como se dice, las comunicaciones obtenidas a través de los médiums no sobre pujan a las que se obtienen por medio de los sonámbulos?

A. K. –Tampoco resiste semejante sistema a un examen profundo. El médium no está en crisis, ni duerme, sino que se halla perfectamente despierto, obrando y pensando como otro cualquiera, sin experimentar nada extraordinario. Ciertos efectos particulares han podido dar lugar a esta equivocación. Pero cualquiera que no se limite a juzgar las cosas por la observación de uno solo de sus aspectos, reconocerá, sin trabajo, que el médium está dotado de una facultad particular que no permite confundirle con el sonámbulo, y la completa independencia de su pensamiento está probada por los hechos de todo punto evidentes. Haciendo abstracción de las comunicaciones escritas, ¿Cuál es el sonnámbulo que ha hecho brotar un pensamiento de un cuerpo inerte? ¿Cuál es el que ha producido apariciones visibles y hasta tangibles? ¿Cuál el que ha podido mantener un cuerpo sólido suspendido en el espacio sin punto de apoyo? ¿Acaso por un efecto sonambúlico, en mi casa, y en presencia de veinte testigos, un médium dibujó el retrato de una joven, muerta hacía dieciocho meses y a quien no había conocido, retrato en el cual reconoció a aquélla su padre, que estaba presente en la sesión? ¿Acaso por un efecto sonambúlico responde con precisión una mesa a las preguntas que se le dirigen, preguntas mentales en ciertas ocasiones? Seguramente, si se admite que el médium se encuentra en un estado magnético, me parece difícil creer que la mesa sea sonámbula.
Se dice también de los médiums que sólo hablan con claridad de las cosas conocidas. ¿Pero cómo explicar entonces el hecho siguiente y cien otros del mismo género? Un amigo mío, excelente, médium escribiente, preguntó a un Espíritu si una persona, a quien no había visto hacía quince años, estaba aún en el mundo. “Sí, vive aún –se le respondió-. Se encuentra en París, calle tal, número tal.” Mi amigo fue, y encontró a la persona en cuestión en el mismo sitio que se le había indicado. ¿Es esto una ilusión? Su pensamiento podía sugerirle quizá esta respuesta, porque dada la edad de la persona, las probabilidades inducían a pensar que ya no existía. Si en ciertos casos se ha encontrado que las respuestas estaban conformes con el pensamiento, ¿Es racional concluir que sea

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esto una ley general? En esto, como en todo, los juicios precipitados son peligrosos, porque pueden ser contrariados por hechos no observados.

Los incrédulos no pueden ver para convencerse

V. –Hechos positivos son los que quisieran ver los incrédulos, los cuales piden y la mayor parte de las veces no pueden proporcionárseles. Si todos pudiesen ser testigos de semejantes hechos, no sería lícito dudar. ¿Cómo es, pues, que tantas personas, a pesar de su buena voluntad, nada han podido ver? Se les opone, según dicen, la falta de fe, y a esto contestan con razón que no le es posible tener una fe anticipada, y que si se quiere que crean, es preciso darles los medios de creer.

A. K. –La razón es muy sencilla. Quieren sujetar los hechos a su mandato, y los espíritus no obedecen semejante mandato, es preciso esperar su buena voluntad. No basta, pues, decir: patentízame tal hecho, y creeré. Es necesario tener la voluntad de la perseverancia, dejar que los hechos se produzcan espontáneamente, sin pretender forzarles o dirigirlos. Aquel que usted desea será precisamente quizá el que no obtendrá. Pero se presentarán otros, y el anhelo aparecerá cuando menos se lo espere. A los ojos del observador atento y asiduo, surge de las masas que corroboran las unas a las otras. Pero el que cree que basta mover el manubrio para hacer funcionar la máquina, se engaña completamente. ¿Qué hace el naturalista que quiere estudiar las costumbres de un animal? ¿Le manda por ventura que haga tal o cual cosa para tener la comodidad de observarle a su gusto? No, porque sabe perfectamente que no le obedecerá: espía las manifestaciones espontáneas de su instinto; las espera y las acoge al vuelo. El simple sentido común demuestra que en mayor razón debe hacerse lo mismo con los espíritus, que son inteligencias de muy distinto modo independientes que la de los animales.
Es un error creer que la fe sea necesaria; pero la buena fe ya es otra cosa, y escépticos hay que niegan hasta la evidencia, y a quienes no convencerían los prodigios. ¿Cuántos hay que después de haber visto pretenden explicar los hechos a su manera, diciendo que nada prueban? Esas gentes no sirven más que para perturbar las reuniones, sin lograr provecho alguno. Por esto se le aleja de ellas, y no se pierde el tiempo. También hay otros que se verían muy contrariados si hubiesen de creer forzosamente, porque su amor propio se ofendería teniendo que confesar que se habían engañado. Y, ¿Qué responder a personas que no ven en todo más que ilusiones y charlatanismo? Nada, es preciso dejarlas tranquilas y permitirles que digan, tanto como quieran, que nada han visto y hasta que nada se ha podido o querido hacerles ver.
Al lado de esos escépticos endurecidos, se encuentran los que desean ver a su manera, quienes, habiéndose formado una opinión, quieren referirlo todo a la misma. No comprenden que ciertos fenómenos pueden dejar de obedecerles, y no saben o no quieren ponerse en las indispensables condiciones. El que desea observar de buena fe no debe creer porque se le ha dicho, pero sí despojarse de toda idea preconcebida, desistiendo de asimilar cosas incompatibles. Debe esperar, persistir y observar con una paciencia infatigable, condición favorable para los adeptos, pues prueba que su convicción no se ha formado a la ligera. ¿Tiene usted semejante paciencia? No, me responde usted, no tengo tiempo para eso. Entonces, pues, no se ocupe del asunto, pero tampoco de él, nadie le obliga a ello.

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Buena o mala voluntad de los espíritus para convencer

V. –Los espíritus, sin embargo, deben desear hacer prosélitos, ¿Por qué no se prestan más de lo que lo hacen, a los medios de convencer a ciertas personas, cuya opinión sería de gran influencia?

A. K. –Es que aparentemente y por ahora no están dispuestos a convencer a ciertas personas, cuya importancia no reputan tan grande como ellas mismas se figuran. Esto es poco lisonjero, convengo en ello, pero nosotros no gobernamos la opinión de aquéllos. Los espíritus tienen un modo de juzgar las cosas que no es siempre igual al nuestro; ven, piensan y obran contando con otros elementos; mientras que nuestra vista está circunscrita por la materia limitada por el círculo estrecho, en cuyo centro nos encontramos, los espíritus abrazan el conjunto; el tiempo, que tan largo nos parece, es para ellos un instante; la distancia, un paso; ciertos pormenores, que nos parecen a nosotros de suma importancia, son puerilidades a sus ojos, juzgando por el contrario, importantes ciertas cosas cuya conveniencia nos pasa desapercibida. Para comprenderlos, es preciso elevarse con el pensamiento por encima de nuestro horizonte material y moral, y colocarnos en su punto de vista. No es e ellos a quienes corresponde descender hasta nosotros, sino nosotros elevarnos hasta ellos, y a esto es a donde nos conducen el estudio y la observación.
Los espíritus aprecian a los observadores asiduos y concienzudos, para quienes multiplican los raudales de luz. No es la duda producida por la ignorancia la que les aleja, es la fatuidad de esos pretendidos observadores que nada observan, que pretenden ponerles en el banquillo y hacerles maniobrar como a títeres, y sobre todo el sentimiento de hostilidad y de denigración que alimentan, sentimiento que está en su pensamiento, cuando no se revela en sus palabras. Nada hacen por ello los espíritus y se ocupan muy poco de lo que pueden decir o pensar, porque a éstos también les llegará su día. He aquí por qué he dicho que no es la fe lo que se necesita, sino buena fe.

Origen de las ideas espiritistas modernas

V. –Lo que desearía saber, caballero, es el punto originario de las ideas espiritistas modernas; ¿Son resultado de una revelación espontánea de los espíritus o de una creencia anterior a su existencia? Usted comprenderá la importancia de mi pregunta porque, en último caso, podría creerse que la imaginación no es extraña a semejantes ideas.

A. K. –Esta pregunta, como usted dice, caballero, es importante bajo este punto de vista, aunque sea difícil admitir –suponiendo ya que las ideas nacieron de una creencia anticipada- que la imaginación haya podido producir todos los resultados materialmente observados. En efecto, si el Espiritismo estuviese fundado en la idea preconcebida de la existencia de los espíritus, se podría, con alguna apariencia de razón, dudar de su realidad, porque si la causa es una quimera, también deben ser quimeras las consecuencias. Pero las cosas no han pasado así.
Observe usted, ante todo, que este proceder sería completamente ilógico. Los espíritus son una causa y no un efecto. Cuando se nota un efecto, puede inquirirse su causa, pero no es natural imaginar una causa antes de haber visto los efectos. No se podía, pues concebir la idea de los espíritus si no se hubiesen presentado ciertos efectos, que encontraban probable explicación en la existencia de seres invisibles. Pues probable explicación en la existencia de seres invisibles. Pues bien, ni de este modo fue sugerido

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semejante pensamiento, es decir, que no fue una hipótesis imaginada para explicar ciertos fenómenos. La primera suposición que se hizo fue la de que la causa era material. Así pues, lejos de haber sido los espíritus una idea preconcebida, se partió del punto de vista materialista. Pero no siendo esto bastante para explicarlo todo, la observación, y sólo la observación, condujo a la causa espiritual. Hablo de las ideas espiritistas modernas, porque ya sabemos que esta creencia es tan antigua como el mundo. He aquí la evolución de las cosas.
Se produjeron ciertos fenómenos espontáneos, tales como ruidos extraños, golpes, movimientos de objetos, etc., sin causa ostensible conocida, fenómenos que pudieron ser reproducidos bajo la influencia de ciertas personas. Hasta entonces nada autorizaba a buscar otra causa que la acción de un fluido magnético o de otra naturaleza, cuyas propiedades nos eran desconocidas. Pero no se tardó en reconocer en los ruidos y movimientos un carácter intencional e inteligente, de donde se dedujo, según tengo dicho, que: si todo efecto tiene una causa, todo efecto inteligente tiene una causa inteligente. Esta inteligencia no podía residir en el objeto mismo, porque la materia no es inteligente. ¿Era reflejo de la persona o personas presentes? Al principio, como también tengo dicho, se pensó así. Sólo la experiencia podía decidir, y la experiencia ha demostrado con pruebas irrecusables, y no en pocas ocasiones, la completa independencia de esta inteligencia. Era, pues, independiente del objeto y de la persona. ¿Quién era? Ella misma respondió; declaró pertenecer al orden de seres incorpóreos designados con el nombre de espíritus. La idea de los espíritus no ha preexistido, pues no han sido consecutiva tampoco. En una palabra, no ha salido del cerebro: ha sido dada por los mismos espíritus, y ellos son los que nos han enseñado todo lo que después hemos sabido sobre ellos.
Revelada la existencia de los espíritus y establecidos los medios de comunicación, se pudieron tener conversaciones continuadas y reseñas sobre la naturaleza de aquellos seres, las condiciones de su existencia y su misión en el mundo visible. Si de este modo pudieron ser interrogados los seres del mundo de los infinitamente pequeños, ¡Cuántas cosas curiosas no se sabrían acerca de ellos!
Supongamos que antes del descubrimiento de América hubiese existido un hilo eléctrico del Atlántico, y que en el, extremo correspondiente a Europa se hubiese notado señales inteligentes, ¿No se hubiese deducido que en el otro extremo existían seres inteligentes que procuraban comunicarse? Se les hubiera preguntado entonces y ellos hubieran respondido, adquiriéndose de tal modo la certeza, el conocimiento de sus costumbres, de sus hábitos y de su manera de ser, sin nunca haberlos visto. Otro tanto ha sucedido con las relaciones del mundo invisible: las manifestaciones materiales han sido como señales, como advertencias que nos han manifestado comunicaciones más regulares y más seguidas. Y, cosa notable, a medida que hemos tenido a nuestro alcance medios más fáciles de comunicación, los espíritus abandonan los primitivos, insuficientes e incómodos, como el mudo que recobra la palabra renuncia al lenguaje de los signos.
¿Quiénes eran los habitantes de ese mundo? ¿Eran seres excepcionales, fuera de la humanidad? ¿Buenos o malos? También la experiencia se encargó de resolver estas cuestiones, pero hasta que numerosas observaciones hicieron luz sobre este asunto, estuvo abierto al campo de las conjeturas y de los sistemas, y bien sabe Dios que no faltaron. Unos vieron espíritus superiores en todos, otros sólo demonios. Por sus palabras y por sus actos podía juzgárseles. Supongamos que de los habitantes trasatlánticos desconocidos de que hemos hablado, hubiesen dicho los unos muy buenas cosas, mientras que otros se hubiesen hecho notar por el cinismo de su lenguaje, hubiérase deducido sin duda que los

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había entre ellos buenos y malos. Esto es lo que ha sucedido con los espíritus, reconociéndose entre los mismos todos los grados de bondad y de maldad, de ignorancia y de ciencia. Instruidos a cerca de los defectos y excelencias de aquéllos, nos correspondía a nosotros separar lo bueno de lo malo, lo verdadero de lo falso, en las relaciones que con ellos mantuviésemos, lo mismo que hacemos con los hombres.
No sólo nos ha esclarecido la observación sobre las cualidades de los espíritus, sino que también sobre su naturaleza y sobre los que pudiéramos llamar su estado fisiológico. Se supo por ellos mismos que los unos eran muy venturosos, y muy desgraciados los otros; que no son excepcionales, ni de distinta naturaleza, sino que son las mismas almas de los que han vivido en la Tierra, en la que dejaron su envoltura corporal; que pueblan los espacios, nos rodean e incesantemente se codean con nosotros, y entre ellos, pudo cada uno reconocer por señales incontestables a sus parientes, amigos y conocidos de la Tierra. Se les pudo seguir en todas las fases de su existencia de ultratumba, desde el instante en que abandonan el cuerpo, y observar sus situación según su género de muerte y el modo como habían vivido en la Tierra. Se supo por fin que no eran seres abstractos, inmateriales en el sentido absoluto de la palabra: que tienen una envoltura a la que damos en nombre de periespíritu, especie de cuerpo fluídico, vaporoso, diáfano, visible en estado normal, pero que, en ciertos casos y por un especie de condensación o disposición molecular, pueden hacerse visibles y hasta tangibles momentáneamente, y así se explicó el fenómeno de las apariciones y de los contactos.
Esta envoltura existe durante la vida del cuerpo: es el lazo entre el espíritu y la materia. Muerto el cuerpo, el alma o el Espíritu, que es lo mismo, no se despoja más que de la envoltura grosera, conservando la otra como cuando nos quitamos una pieza sobrepuesta para conservar la interior, como el germen del fruto se despoja de la envoltura cortical, conservando únicamente el periespermo. Esta envoltura semimaterial del Espíritu es el agente de los diferentes fenómenos, por cuyo medio manifiestan su presencia.

Así es, caballero, en pocas palabras, la historia del Espiritismo. Ya ve usted, y aún mejor lo reconocerá cuando lo estudie con profundidad, que todo es en el Espiritismo el resultado de la observación, y no de un sistema preconcebido.