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CAPÍTULO PRIMERO
BREVE CONFERENCIA ESPIRITISTA
Diálogo primero. El
crítico
Visitante. –Le diré a
usted, caballero, que mi razón se resiste a admitir la realidad de los extraños
fenómenos atribuidos a los espíritus que, estoy persuadido de ellos, sólo
existen en la imaginación. No obstante, habríamos de inclinarnos ante la
evidencia, y así lo haría yo, si pudiese tener pruebas irrecusables. Vengo,
pues, a solicitar de su amabilidad el permiso de asistir únicamente, para no
ser indiscreto, a una o dos sesiones a fin de convencerme, si es posible.
Allan Kardec. –Caballero,
desde el momento en que su razón se resiste a admitir lo que nosotros tenemos
por hechos positivos, es porque la cree superior a la de todas las personas que
no participan de sus opiniones. No pongo en duda su mérito, y no tengo ninguna
pretensión en hacer superior mi inteligencia a la suya. Admita usted, pues, que
yo vivo engañado, puesto que es la razón quien le habla, y asunto concluido.
V. –Sin embargo, sería un
milagro, eminentemente favorable a su causa, que llegase a convencerme a mí,
que soy conocido como antagonista de sus ideas.
A. K. –Lo siento, pero no
tengo el don de hacer milagros. ¿Usted cree que una o dos sesiones bastarían
para convencerle? Sería, en efecto, un verdadero milagro. Yo he necesitado más
de un año de trabajo para convencerme a mí mismo, lo que le prueba que, si soy
espiritista, no ha sido de ligeras. Por otra parte, caballero, yo no doy
sesiones, y según parece, usted está equivocado sobre el objeto de nuestras
reuniones, dado que no hacemos experimentos para satisfacer la curiosidad de
nadie.
V. -¿Usted no desea, pues,
hacer prosélitos?
A. K. -¿Por qué habría de
desear hacer de usted uno de ellos, si usted no lo desea? Yo no violento
ninguna convicción. Cuando encuentro personas que sinceramente desean
instruirse y que me honran, pidiéndome aclaraciones, es para mí un placer y un
deber contestarle con arreglo a mis conocimientos. Pero con los antagonistas
que, como usted, tienen convicciones fijas, no doy un paso para atraérmelos,
dado que encuentro bastantes personas dispuestas, y no pierdo el tiempo con las
que no lo están. Sé que tarde o temprano llegará la convicción por la fuerza de
las cosas, y que los más incrédulos serán arrastrados por la corriente; algunos
partidarios más o menos no hacen falta, por ahora, en la balanza. Por eso no me
verá usted nunca exasperarme para que participen de nuestras ideas aquellos que
tienen tan buenas razones como usted para alejarse de las mismas.
V. –Sería, sin embargo, más
útil el convencerme de lo que usted cree. ¿Quiere usted permitirme que me
explique con franqueza, prometiéndome no ofenderse por mis palabras? Expondré
mis ideas sobre el asunto y no sobre la persona a quien me dirijo. Puedo
respetar a ésta, sin participar de su opinión.
A. K. –El Espiritismo me ha
enseñado a prescindir de las mezquinas susceptibilidades del amor propio, y a
no ofenderme por palabra alguna. Si las suyas salvan los límites de la
urbanidad y de la conveniencia, deduciré de aquéllas que es usted un hombre mal
educado, y nada más. Por lo que a mí respecta, prefiero abandonar a los otros
los errores, que participar de ellos. Por esto únicamente comprenderá usted que
el Espiritismo sirve de algo.
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Lo repito, caballero, no
tengo ningún empeño en que usted sea de mi opinión; respecto la de usted, si es
sincera, como deseo que se respete la mía. Mas ya que trata usted al
Espiritismo de ilusión fantástica, se habrá dicho al dirigirse a mi casa: Vamos
a ver a ese loco. Confiéselo usted francamente, no me enfadaré por eso. Todos
los espiritistas somos locos, esto es lo que piensa normalmente. Pues bien,
caballero, puesto que usted juzga al Espiritismo como una enfermedad menta, sería
para mí un cargo de conciencia el comunicársela, y me maravilla que, teniendo
tal idea, desee adquirir una convicción que le incluirá en el número de los
locos. Si anticipadamente está persuadido de que no le podrán convencer, el
paso que ha dado es inútil, porque no tiene otro objeto que la curiosidad.
Concluyamos, pues, se lo ruego, porque no estoy para perder el tiempo en
conversaciones sin objeto.
V. –Podemos engañarnos,
hacernos ilusiones, sin ser por ello locos.
A. K. –Hable sin rodeos.
Diga, como tantos otros, que el Espiritismo pasará como un soplo, pero habrá de
convenir en que la doctrina que en algunos años ha hecho millones de prosélitos
en todos los países, que tiene sabios a sus órdenes y que se propaga
preferentemente en las clases ilustradas, es una manía especial, digna de
examen.
V. –Yo tengo mis ideas
sobre el particular, es cierto, pero no son de tal modo absolutas, que no
consienta en sacrificarla a la evidencia. Decía, caballero, que debe usted
tener cierto interés en convencerme. Le confesaré que voy a publicar un libro
en que me propongo demostrar ex profeso lo que considero un error. Y como
semejante libro tendrá gran aceptación y derrotará a los espíritus, no lo
publicaría si usted llegase a convencerme.
A. K. –Me dolería en el
alma, caballero, privar a usted de los beneficios de un libro que ha de tener
tamaña trascendencia. Además, no tengo ningún interés en impedirle que lo
publique; le deseo, por el contrario, una gran popularidad, pues nos servirá de
prospecto y de anuncio. El ataque dirigido a una cosa despierta la atención;
muchas personas quieren ver su pro y su contra, y la crítica la hace conocer de
aquellos que ni siquiera pensaban en ella, así es como, sin saberlo, se hace la
mayoría de las veces de reclamo en provecho de aquellos a quienes se quiere
perjudicar. Por otra parte, la cuestión de los espíritus es tan interesante,
pica la curiosidad hasta tal punto, que basta llamar sobre ella la atención
para despertar deseos de profundizar en ella. - 1 -
1 - Después de este diálogo, escrito en 1859, la experiencia ha venido a demostrar claramente la exactitud de esta proposición.
V. –Luego, según usted, ¿La
crítica no sirve para nada, la opinión pública no tiene ningún valor?
A. K. –Yo no veo en la crítica
la expresión pública, sino una opinión individual que puede engañarse. Lea
usted la historia y verá cuántas obras maestras han sido criticadas a su
aparición, lo que no ha impedido que continuaran siéndolo. Cuando una cosa es
mala, todos los elogios posibles no conseguirán hacerla buena. Si el
Espiritismo es un error, caerá por sí mismo; si es una verdad, todas las
diatribas no harán de él una mentira. Su libro serán una apreciación personal;
la verdadera opinión pública decidirá si es exacta. Para ello se querrá ver; y,
si más adelante se reconoce que usted se ha engañado, su libro será ridículo,
como los publicados en otro tiempo contra la teoría de la circulación de la
sangre, de la vacuna, etcétera.
Pero me olvidaba de que
usted ha de tratar la cuestión ex profeso, lo que quiere decir que la ha
estudiado en todas las fases; que ha visto todo lo que se puede ver, leído lo
que se ha escrito sobre el particular, analizado y comparado las diversas
opiniones; que se ha encontrado en las mejores condiciones para observar por
usted mismo; que ha consagrado a dicho estudio noches enteras durante muchos años;
en una palabra, que no ha descuidado usted nada para llegar al hallazgo de la
verdad. Debo creerlo así, siendo un
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hombre formal, porque sólo
el que practica todo lo indicado tiene derecho a decir que habla con
conocimiento de causa.
¿Qué pensaría usted de un
hombre que se erigiese en censor de una obra literaria sin conocer la
literatura, de un cuadro sin haber estudiado la pintura? Es principio de lógica
elemental que el crítico deba conocer, no superficialmente, sino a fondo, el
asunto de que habla, sin lo cual carece de valor. Para combatir un cálculo, se
ha de aducir otro; mas para ello es preciso saber calcular. La crítica no debe
limitarse a decir que una cosa es buena o mala, es necesario que justifique su
opinión con una demostración clara y categórica, basada en los principios del
arte o de la ciencia. ¿Y cómo podrá hacerlo si los ignora? ¿Podría usted
apreciar las excelencias o defectos de una máquina sin conocer la mecánica? No;
pues bien, su juicio sobre Espiritismo, que no conoce, no tendrá más valor que
el que emitiera sobre la indicada máquina. Será usted sorprendido a cada
instante en flagrante delito de ignorancia; porque los que habrán estudiado el
Espiritismo verán enseguida que está fuera de la cuestión, de donde deducirán,
o que no es usted un hombre serio, o que no procede de buena fe. En uno y otro
caso, se expondrá a recibir un mentís poco agradable a su amor propio.
V. –Precisamente para
salvar ese escollo vengo a rogarle que me permita presenciar algunos
experimentos.
A. K. -¿Y cree usted que
esto le bastará para hablar ex profeso del Espiritismo? ¿Cómo podrá comprender
dichos experimentos, y lo que es más aún, juzgarlos, si no ha estudiado los
principios que les sirven de base? ¿Cómo podrá usted apreciar el resultado,
satisfactorio o no, de los experimentos metalúrgicos, por ejemplo, sin conocer
a fondo la metalurgia? Permítame decirle a usted, caballero, que su proyecto es
absolutamente semejante al del que, no sabiendo matemáticas ni astronomía,
dijese a uno de los miembros del Observatorio: “Caballero, pienso escribir un
libro sobre astronomía, y probar además que su sistema es falso, pero como que
no tengo ni idea al respecto, permítame usted mirar dos o tres veces por los
telescopios. Esto me bastará para saber tanto como usted.”
Por extensión únicamente,
la palabra criticar es sinónimo de censurar; en su acepción normal, y según su
etimología, significa juzgar, apreciar. La crítica, pues, puede ser aprobatoria.
Criticar un libro no equivale precisamente a condenarlo; el que se encargue de
esta tarea debe desempeñarla sin ideas preconcebidas. Pero si antes a abrir el
libro lo ha condenado ya anteriormente, su examen no puede ser imparcial.
En semejante caso se
encuentra la mayor parte de los que han hablado del Espiritismo. Por la palabra
se han formado una opinión y han hecho lo que el juez que sentenciara sin
tomarse el trabajo de examinar los autos. De aquí ha resultado que su juicio ha
sido falso, y que en vez de persuadir ha hecho reír. Respecto de los que han
estudiado seriamente la cuestión, la generalidad ha cambiado de parecer, y más
de un adversario se ha vuelto partidario, viendo que se trataba de una cosa muy
distinta de lo que había creído.
V. –Usted hablará del
examen de los libros en general; ¿Pero cree usted que sea materialmente posible
a un periodista leer y estudiar todos los libros que le vienen a mano, sobre
todo cuando se trata de teorías nuevas, que le sería preciso profundizar y
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comprobar? Tanto valiera
exigir de un impresor que leyese todas las obras que salen de sus prensas.
A. K. –A tan juicioso
razonamiento sólo tengo que responder que, cuando se carece de tiempo para
hacer concienzudamente una cosa, no se debe entrometer nadie en ella, y que
vale más hacer una y bien, que diez y mal.
V. –No crea usted,
caballero, que he formado mi opinión a la ligera. He visto mesas que giraban y
golpeaban, y personas que se imaginaban escribir bajo la influencia de los espíritus;
pero estoy convencido de que todo era charlatanismo.
A. K. -¿Cuánto pagó usted
por ver todo eso?
V. –Nada, ciertamente.
A. K. –Pues vea usted unos charlatanes
de singular especie, y que conseguirán
cambiar el significado de
la palabra. Hasta ahora no se habían conocido charlatanes desinteresados. Por
un bromista haya querido divertirse una vez, ¿Ha de seguirse que las otras
personas sean embaucadoras? Por otra parte, ¿Con qué objeto se habrían hecho cómplices
de una mistificación? Para divertir la sociedad, contestará usted. Convengo en
que una vez se preste alguien a una broma; pero cuándo esta dura meses y años,
creo que el mistificado es el mistificador. ¿Es probable que, por el mero
placer de hacer creer una cosa, que se juzga falsa, se aburra alguien horas
enteras junto a una mesa? Semejante placer no es digno de tanto trabajo.
Antes de calificar un acto
de fraudulento, es preciso preguntarse qué interés hay en engañar, y usted
convendrá en que existen posiciones que excluyen toda sospecha de superchería,
y personas cuyo carácter es una garantía de probidad.
Otra cosa sería si se
tratase de una especulación, porque el cebo de la ganancia es mal consejero.
Pero, aun admitiendo que en este último caso se hiciera constar positivamente
una maniobra fraudulenta, no se probaría nada contra la realidad del principio,
dado que de todo puede abusarse. Porque se vendan vinos adulterados, no se
sigue que no lo haya puro. El Espiritismo no es más responsable de los que
abusan de su nombre y lo explotan, que la ciencia médica de los charlatanes que
preconizan sus drogas, y la religión de los sacerdotes que abusan de su
ministerio.
El Espiritismo por su misma
naturaleza y novedad, debía prestarse a ciertos abusos, pero ha ofrecido medios
de reconocerlos, definiendo claramente su verdadero carácter y declinando toda
solidaridad con los que le explotan o le separan de su objeto exclusivamente
moral, haciendo de él un oficio, un instrumento de adivinación o de fútiles
investigaciones.
Desde el momento que el
Espiritismo traza por sí mismo los límites en que se encierra, y precisa lo que
dice y lo que no dice, lo que puede y no puede, lo que es o no de sus
atribuciones, lo que acepta y lo que rechaza, toda la culpa recae sobre
aquellos que, sin tomarse el trabajo de estudiarlo, lo juzgan por las
apariencias, quienes al encontrar charlatanes que se jacten de ser espiritistas
para atraer a los transeúntes, dirán gravemente: He ahí el Espiritismo. ¿En quién
recae definitivamente el ridículo? No es en el charlatán que desempeña su
oficio, ni en el Espiritismo cuya doctrina escrita desmiente semejantes
asertos, sino en los críticos, que hablan de cosas que no conocen, o que a
sabiendas alteran la verdad. Los que atribuyen al Espiritismo lo que es
contrario a su esencia, lo hacen, o por ignorancia o con intención; si es lo
primero obran con ligereza, si es lo segundo con mala fe. En el último caso, se
asemejan a ciertos historiadores que alteran la historia en interés de un
partido o de una opinión. Y un partido se desacredita siempre, empleando tales
medios, y no logra su objetivo.
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Observe usted bien,
caballero, que no pretendo que la crítica deba aprobar nuestras ideas
necesariamente, ni siquiera después de haberlas estudiado; no censuramos de
ningún modo a los que no piensan como nosotros. Lo que para nosotros es
evidente, puede no serlo para todo el mundo. Cada uno juzga las cosas desde su
punto de vista, y no todos sacan las mismas consecuencias del hecho más
positivo. Si un pintor, por ejemplo, pone en su cuadro un caballo blanco,
alguien podrá decir muy bien que produce mal efecto, y que uno negro hubiese
sentado mejor; pero el error hubiera consistido en decir que el caballo es
blanco siendo negro, y esto es lo que hace la mayor parte de nuestros
adversarios.
En resumen, cada uno es
completamente libre de aprobar o criticar los principios del Espiritismo, de
deducir de ellos las buenas o malas consecuencias que se le antoje. Pero es un
deber de conciencia para todo crítico serio el no decir lo contrario de lo que
es, y para ello la primera condición es la de callar sobre lo que se ignora.
V. –Le suplico que volvamos
a las mesas giratorias y parlantes. ¿No podría suceder que estuviesen
preparadas de antemano?
A. K. –Esta es la misma
cuestión de buena fe que he contestado ya.
Probada la superchería, la
rechazamos. Y si usted me señala hechos verídicamente calificados de fraude, de
charlatanismo, de explotación o de abuso de confianza, los entrego a sus
reprimendas, declarándole anticipadamente que no saldré a la defensa de los,
mismos, porque el Espiritismo serio es el primero en repudiarlos, y porque señalando
los abusos, se le ayuda a prevenirlos y le presta un servicio. Pero generalizar
semejantes acusaciones, lanzar sobre una multitud de personas honradas la
reprobación que merecen algunos individuos aislados, es un abuso, aunque de
distinto género, porque es una calumnia.
Admitiendo, como usted
supone, que las mesas estuviesen preparadas, habría de ser preciso un mecanismo
muy ingenioso para hacerles ejecutar movimientos y ruidos tan variados. ¿Por qué
no se conocen aún el nombre del hábil artífice que las fabrica? Y debería, sin
embargo, gozar de una inmensa celebridad, porque sus aparatos están esparcidos
por las cinco partes del mundo. Preciso es convenir también que su
procedimiento es muy ingenioso, puesto que puede adaptarse a la primera mesa
que se tenga a mano, sin preparación alguna exterior. ¿Por qué razonamiento,
desde Tertuliano, quien también habló de las mesas giratorias y parlantes hasta
la actualidad, nadie ha podido verlo ni describirlo?
V. –Se engaña usted en este
punto. Un célebre médico ha reconocido que ciertas personas pueden, contrayendo
un músculo de la pierna, producir un ruido semejante al que se atribuye a la
mesa, de donde deduce que los médiums se divierten a expensas de la credulidad.
A. K. –Si todo, pues, es
producto del castañeteo de un músculo, no estará preparada la mesa. Y puesto
que cada uno explica esta pretendida superchería a su manera, prueba esto
evidentemente que ni los unos ni los otros conocen la verdadera causa.
Respeto el saber del
reputado facultativo; pero encuentro algunas dificultades en la aplicación del
hecho que se señala a las mesas parlantes. Primera, es raro que esta facultad,
excepcional hasta ahora, y mirada como un hecho patológico, se haya hecho tan
común repentinamente. Segundo, se requiere un vivo deseo de mistificar para
estar castañeteando un músculo durante dos o tres horas seguidas, cuando esto
no reporta más que dolor y cansancio. Tercera, no comprendo lo bastante como el
referido músculo se relaciona con las puertas y paredes en que se dejan oír los
golpes. Cuarta y última, el
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indicado músculo castañeteador
debe tener una propiedad muy maravillosa para hacer mover una pesada mesa,
levantarla, abrirla, cerrarla, mantenerla en el aire sin punto de apoyo y,
finamente, destrozarla dejándola caer. Nadie sospechaba tamañas virtudes en
semejante músculo.
El célebre médico de que
habla usted, ¿Ha estudiado el fenómeno de la tiptología en los que lo producen?
No, ha observado un efecto fisiológico, anormal, en algunos individuos, que jamás
se han ocupado de las mesas golpeadoras, efecto que tiene cierta analogía con
la que se produce en éstas, y sin mayor examen concluye, con toda la autoridad
de su ciencia, que todos los que hacen hablar las mesas deben tener la
propiedad de hacer castañetear su peroneo corto, y no pasan de ser farsantes,
ya sean príncipes o cortesanos, ya se hagan o no pagar. ¿Pero ha estudiado por
lo menos el fenómeno de la tiptología en todas las fases? ¿Se ha persuadido de
que, con este castañeteo del músculo, se podían producir todos los efectos
tiptológicos? No, porque de estarlo se hubiese convencido de la insuficiencia
de su procedimiento y no hubiera proclamado su descubrimiento en pleno
Instituto. ¡He aquí un juicio formal para un sabio! ¿Y qué nos resta hoy de él?
Le confieso a usted que si tuviese que hacerme una operación quirúrgica, duraría
mucho en confiarme a ese practicante, temeroso de que juzgase mi enfermedad con
tan menguada perspicacia.
Y puesto que semejante
juicio es una de las autoridades en que parecía que debía usted apoyarse para
batir al Espiritismo, me persuado completamente de la fuerza de sus otros
argumentos, si no están tomados de fuentes más auténticas.
V. –Usted no me negará, sin
embargo, que ha pasado la moda de las mesas giratorias. Durante cierto tiempo
hicieron furor, pero hoy nadie se ocupa ya de ellas. ¿Por qué ocurre esto si
son un asunto serio?
A. K. –Porque de las mesas
giratorias ha salido una cosa más seria aún; ha salido toda una ciencia, toda
una doctrina filosófica, altamente interesante para los hombres reflexivos.
Cuando éstos nada han tenido que aprender ya viendo girar una mesa, no se han
ocupado más de ello. Para las gentes fútiles que nada profundizan, eran un
pasatiempo, un juguete que han abandonado cuando se han cansado de él; tales
personas no figuran en la ciencia. El periodo de la curiosidad ha tenido su
tiempo: le ha sucedido el de la observación. El Espiritismo entró entonces en
el dominio de las personas graves, que no se divierten con él, sino que se
instruyen. Por esto los hombres que lo toman como cosa formal no se prestan a
ningún experimento de curiosidad, y menos aún en obsequio de los que abrogan
pensamientos hostiles. Como no tratan de divertirse ellos mismos, no procuran
divertir a los otros, y yo soy de este número.
V. –Sin embargo, solo el
experimento puede convencer, aunque al principio no tenga más objeto que la
curiosidad. Permítame que le diga que, operando en presencia de personas
convencidas, predica usted a los suyos.
A. K. –Es muy diferente
estar convencido que estar dispuesto a convencerse; a estos últimos es a
quienes me dirijo, y no a los que creen humillar su razón oyendo lo que llaman
fantasías. De estos últimos no me ocupo, ni mucho menos. Respecto de los que
dicen que abrigan el deseo sincero de ilustrarse, el mejor modo de probarlo es
demostrar perseverancia, y se les reconoce en que quieren trabajar seriamente y
no por el antojo de presenciar uno o dos experimentos.
La convicción se forma con
el tiempo, por una serie de observaciones hechas con sumo cuidado. Los fenómenos
espiritistas difieren esencialmente de los que ofrecen las ciencias exactas: no
se producen por nuestra voluntad, es preciso cogerlos al vuelo. Y viendo mucho
y por mucho tiempo es como se descubre una multitud de pruebas, que
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escapan a primera vista,
sobre todo cuando no estamos familiarizados con las condiciones en que pueden
hallarse y, más aún, cuando abrigamos prevenciones. Para el observador asiduo y
reflexivo, abundan las pruebas: una palabra, un hecho insignificante en
apariencia, puede ser un rayo de luz, una confirmación para el observador
advenedizo. Para el curioso todo eso es nulo, y he aquí por qué no me presto a
experimentos sin resultado probable.
V. –Pero, en fin, todo
tiene su principio. ¿Cómo ha de hacerlo, si usted le niega los medios, el
novicio que es una tabla rasa, que nada ha visto, pero que desea ilustrarse?
A. K. –Yo establezco una
gran diferencia entre el incrédulo por ignorancia y el que lo es por sistema.
Cuando encuentro a alguien en disposiciones favorables, nada me cuesta
ilustrarle; pero hay personas en quienes el deseo de instruirse es aparente:
con éstos se pierde el tiempo, porque si no encuentran inmediatamente lo que
parece que buscan y cuyo hallazgo les sería quizás enojoso, lo poco que ven es
suficiente para destruir sus prevenciones; lo juzgan mal y hacen de ello un
asunto de burla que es inútil proporcionarles.
Al que desea instruirse, le
diré: “No puede hacerse un curso de Espiritismo experimental como se hace uno
de Física y de Química, atendiendo a que nadie es dueño de producir los fenómenos
a su antojo, y a que las inteligencias, agentes de los mismos, burlan con
frecuencia nuestra previsión. Poco inteligibles serían para usted los que
pudiera ver accidentalmente, no presentando ningún encadenamiento, ninguna
trabazón necesaria. Entérese usted ante todo de la teoría, lea y medite las
obras que tratan de esta ciencia. En ellas aprenderá los principios, hallará la
descripción de todos los fenómenos, comprenderá su posibilidad por la explicación
que se da de ellos y por el relato de una multitud de hechos espontáneos, de
los cuales quizá ha sido usted testigo involuntario, y que recordará. Se
enterará usted de todas las dificultades que pueden presentar, y se formará así
la primera convicción moral. Entonces, y cuando se ofrezcan las circunstancias
de ver y de operar por usted mismo, se hará cargo de todo, cualquiera que sea
el orden en que se presenten los hechos, por que nada le será extraño.
Esto es, caballero, lo que
aconsejo a toda persona que dice quererse instruir, y por su respuesta me es fácil
comprender si le mueve algo más que la curiosidad.
Diálogo segundo. El
escéptico
V. –Yo comprendo,
caballero, la utilidad del estudio preparativo de que acaba usted de hablar.
Como predisposición personal, le diré que no soy partidario ni enemigo del
Espiritismo; pero el asunto por sí mismo mueve al más alto grado de interés. En
el círculo de mis amigos cuento partidarios y enemigos de él; he oído sobre
este particular argumentos muy contradictorios, y me proponía someter a usted
algunas de las objeciones que se han hecho en presencia mía, y que me parecen
tener cierto valor, para mí al menos, que confieso mi ignorancia.
A. K. –Me es muy placentero
responder a las preguntas que se me dirigen cuando son hechas con sinceridad y
sin segunda intención, no vanagloriándome, sin embargo, de poder resolverlas
todas. El Espiritismo es una ciencia que acaba de nacer y en la cual hay mucho
que aprender aún. Y sería mucha presunción por mi parte el pretender solventar
todas las dificultades, porque no puedo decir lo que no sé.
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El Espiritismo se relaciona
con todas las ramas de la filosofía, de la metafísica, de la psicología y de la
moral. Es un campo inmenso que no podemos recorrer en algunas horas. Comprenderá
usted, pues, que me sería materialmente imposible repetir de viva voz y a cada
uno en particular lo que llevo escrito para uso de todos en este punto. Por
otra parte, en la lectura seria y preparatoria se hallará respuesta a la mayor
parte de las preguntas que naturalmente ocurren. Esta lectura tiene la doble
ventaja de evitar repeticiones inútiles, y de atestiguar un verdadero deseo de
instruirse. Si después de esto quedan dudas o puntos oscuros, la explicación se
presenta más fácil, porque se cuenta con algún apoyo y no se pierde el tiempo
en insistir sobre lo más elementales principios. Si me lo permite, nos
limitaremos, pues, hasta nueva orden, a lagunas cuestiones generales.
V. –Enhorabuena, y le ruego
que me llame al orden si de él me separo.
Espiritismo y
Espiritualismo
Empezaré por preguntarle: ¿Qué
necesidad había de crear las nuevas palabras espiritista y Espiritismo, para
reemplazar las de espiritualismo y espiritualista, que pertenecen al lenguaje
común y son comprendidas por todo el mundo? He oído a muchos tratar de
barbarismos a las nuevas palabras.
A. K. –La palabra
espiritualista tiene, desde hace mucho tiempo, una acepción bien determinada.
Esta es la que nos da la Academia: “Aquél o aquélla cuya doctrina es opuesta al
materialismo.” - 2 -
2 - Nuestra academia dice que es espiritualista el que trata de los espíritus, o tiene alguna opinión particular sobre ellos. El vulgo, sin embargo, opina lo mismo que la Academia francesa, desechando la de la española. (N. del T.)
Todas
las religiones están necesariamente fundadas en el espiritualismo. Cualquiera
que crea que hay en nosotros algo más que materia, es espiritualista, lo que no
implica la creencia en los espíritus y en sus manifestaciones. ¿Cómo le
distinguiría, pues, del que cree en esto último? Sería preciso emplear una perífrasis,
y decir: es un espiritualista que cree en los espíritus. Las cosas nuevas
requieren nuevas palabras, si quieren evitarse equívocos. Si hubiese dado a mi
Revista la calificación de espiritualista, no hubiese especificado su objeto,
porque sin el título, hubiera podido no decir una palabra de los espíritus y
hasta combatirlos. Leí hace algún tiempo en un periódico, a propósito de una
obra de filosofía, un artículo en que se decía que el autor lo había escrito
bajo el punto de vista espiritualista, y los partidarios de los espíritus se
hubieran llevado un solemne chasco si, en fe de aquella indicación, hubieran
creído hallar en él la menor concordancia con sus ideas. Si he adoptado, pues,
las palabras espiritista y Espiritismo, es porque expresan sin anfibología las
ideas relativas a los espíritus. Todo espirita es necesariamente
espiritualista, pero falta mucho para que todos los espiritualistas sean
espiritistas. Aunque el Espiritismo fuese una quimera, sería también útil tener
términos especiales para lo que le concierne, porque las palabras son
necesarias, tanto a las ideas falsas como a las verdaderas.
Estas palabras, por otra
parte, no son más bárbaras que todas las que crean diariamente las ciencias,
las artes y la industria, y seguramente no lo son las que imaginó Gall para su
nomenclatura de las facultades, tales como secretividad, amatividad, etc.
Hay personas que por espíritu
de contradicción critican todo lo que no procede de ellas, y se hacen
contumaces en la oposición. Los que se paran en tan miserables pequeñeces sólo
prueban la estrechez de sus ideas. Fijarse en semejantes bagatelas es probar
que se anda corto de buenas razones.
Espiritualismo y
espiritualista son palabras inglesas empleadas en los Estados Unidos desde que
empezaron las manifestaciones, y de ellas nos hemos servido por algún
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tiempo en Francia; pero
desde que aparecieron las de Espiritismo y espiritista se comprendió de tal
modo su utilidad, que fueron aceptadas inmediatamente por el público. Su uso
está hoy tan consagrado, que los mismos adversarios, los primeros que las
calificaron de barbarismos, no emplean otras. Los sermones y circulares que se
fulminan contra el Espiritismo y los espiritistas no hubieran podido
anatematizar el espiritualismo y a los espiritualistas sin engendrar confusión
en las ideas.
Bárbaras o no, esas
palabras han pasado ya a la lengua usual, y a todas las de Europa, y son las
empleadas en las publicaciones hechas en todos los países, favorables o
desfavorables al Espiritismo. Han formado la base de la columna de la nomenclatura
de la nueva ciencia. Para expresar sus fenómenos especiales, necesitaba términos
especiales, y el Espiritismo tiene hoy su nomenclatura, como la química la
suya. - 3 -
Las palabras espiritualismo
y espiritualista, aplicadas a las manifestaciones de los espíritus, sólo se
emplean hoy por los adeptos de la escuela llamada americana.
3 - Estas palabras gozan hoy, por otra parte, del derecho de ciudadanía, están incluidas en el suplemento del Petit Dictionnaire des Dictionnaires, extractado de Napoleón Landais, de cuya obra se tiran a miles los ejemplares. En él se encuentra la definición y la etimología de las palabras:, “erraticidad”, “medianímico”, “médium”, “mediumnidad”, “periespíritu”, “Pneumatografía”, “Pneumatofonía”, “psicógrafo”, “psicografía”, “psicofonía”, “reencarnación” “sematología”, “espírita”, “Espiritismo”, “exteriorito”, “tiptología,. E igualmente se encuentran con todas las explicaciones de que son susceptibles en la nueva edición del Dictionnaire Universal de Mauricio Lachàtre.
Disidencias
V. –La diversidad en la creencia
de lo que usted llama una ciencia, me parece su condenación. Si esta ciencia
reposase en los hechos positivos, ¿No debería ser la misma en América que en
Europa?
A. K. –Ante todo responderé
que esta divergencia está más en la forma que en el fondo. Realmente no
consiste más que en la manera de considerar algunos puntos de la doctrina, sin
constituir un antagonismo radical en los principios, como pretenden nuestros
adversarios sin haber estudiado la cuestión.
Pero, dígame usted, ¿Qué
ciencia al aparecer no ha ocasionado disidencias, hasta que se han establecido
claramente sus principios? ¿No existen aun en las ciencias mejor constituidas? ¿Están
acordes todos los sabios sobre uno mismo punto? ¿No tienen sus sistemas
particulares? ¿Presentan siempre las sesiones del Instituto el cuadro de una
perfecta y cordial inteligencia? ¿No existen en medicina las Escuelas de París
y de Montpellier? ¿No ocasiona cada descubrimiento de una ciencia, un nuevo
desacuerdo entre los que quieren progresar y los que quieren permanecer
estacionarios?
Por lo que se refiere al
Espiritismo, ¿No era natural que a la aparición de los primeros fenómenos,
cuando aún se ignoraban las leyes que los regían, diese cada uno su sistema y
los considerase a su modo? ¿Pero qué ha ocurrido con todos esos sistemas
primitivos y aislados? Han caído ante una observación más completa de los
hechos. Algunos años han bastado para establecer la unidad grandiosa que
prevalece en la doctrina, y que liga a la inmensa mayoría de los adeptos, con
excepción de algunas individualidades que, en esto como en todo, se atan a las
ideas primitivas y mueren con ellas, ¿Cuál es la ciencia, cuál es la doctrina
filosófica o religiosa que ofrezca semejante ejemplo? ¿Ha presentado nunca el
Espiritismo la centésima parte de las divisiones que desgarraron la iglesia
durante muchos siglos, y que actualmente la desgarran aún?
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Verdaderamente son dignas
de observar las puerilidades de que echan mano los adversarios del Espiritismo.
¿Y no implica eso la escasez de razones formales? Burlas, negaciones,
calumnias, pero ningún argumento perentorio. Y la prueba de que aún no se le ha
encontrado parte vulnerable es que nada ha detenido su marcha ascendente, y que
al cabo de diez años cuenta con más adeptos que no ha contado nunca ninguna
secta al cabo de muchos. Este es un hecho adquirido por la experiencia y
reconocido por sus mismos adversarios. Para destruirlo, no basta decir: no hay
tal cosa, esto es absurdo. Es necesario probar categóricamente que los fenómenos
no existen, y que no pueden existir. Esto es lo que nadie ha hecho.
Fenómenos
espiritistas simulados
V. -¿Y no se ha probado que
sin el Espiritismo podían producirse esos fenómenos, de donde puede deducirse
que no tienen el origen que les atribuyen los espiritistas?
A. K. –Por el hecho de que
se puede imitar una cosa, ¿Hemos de creer que no exista? ¿Qué diría usted de la
lógica, del que pretendiese que, porque no se hace vino de champagne con agua
de seltz, todo el vino de champagne no es más que agua de seltz? Es privilegio
de todas las cosas notables el originar falsificaciones. Algunos
prestidigitadores han creído que la palabra Espiritismo, a causa de su
popularidad y de las controversias de que era objeto, podía apropiarse a la
explotación, y para llamar al público, han simulado más o menos groseramente
algunos fenómenos de mediumnidad, como simularon en otro tiempo la
clarividencia sonambúlica, viendo lo cual aplauden los burlones, exclamando: ¡Ahí
tenemos el Espiritismo! Cuando apareció en la escena la ingeniosa producción de
los espectros, ¿No decían en todas partes que era el golpe de gracia del
Espiritismo? Antes de pronunciar un fallo tan decisivo, hubieran debido
reflexionar que las aseveraciones de un escamoteador no son el Evangelio y
asegurarse de si existía identidad real entre la imitación y la cosa imitada.
Nadie compra un brillante antes cerciorarse de que no es falso. Un estudio algo
detenido les hubiese convencido de que los fenómenos espiritistas se presentan
en muy distintas condiciones, y hubieran sabido, además, que los espiritistas
no se ocupan en hacer aparecer espectros, ni en decir la buenaventura.
La malevolencia y una
insigne mala fe podían sólo asimilar el Espiritismo a la magia y a la hechicería,
porque él repudia los objetos, las prácticas, las fórmulas y las palabras místicas
de éstas. Otros no vacilan en comparar las reuniones espiritistas a las
asambleas del sábado, en que se espera la hora fatal de medianoche para hacer
aparecer los fantasmas.
Un amigo mío, espiritista,
se encontraba un día viendo el Macbeth al lado de un periodista a quien no
conocía. Llegada la escena de las brujas, oyó que éste último decía a su amigo:
“¡Bueno! Ahora vamos a asistir a una reunión de espiritista; precisamente me
falta tema para mi próximo artículo y ahora voy a saber cómo se verifica esas
cosas. Si hubiese por aquí uno de esos locos, le preguntaría si se reconoce en
ese cuadro”. “Yo soy uno de ellos –le contestó el espiritista-, y puedo
asegurarle que estoy muy lejos de reconocerme en él, porque, aunque he asistido
a centenares de reuniones espiritistas, jamás he visto en las mismas nada
semejante, y si es aquí donde viene usted a buscar los datos para su artículo,
no brillará éste por la veracidad”.
Muchos críticos no cuentan
con base más segura. ¿Y sobre quién, sino sobre los que se lanzan sin
fundamento, cae el ridículo? En cuanto al Espiritismo, su crédito, lejos
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de resentirse, ha aumentado por la boga en que lo han puesto todas
esas maquinaciones, llamando la atención de las personas que no lo conocían. Así
han inducido al examen del mismo y aumentado el número de los adeptos, porque
se ha reconocido que, en vez de ser un pasatiempo, es un asunto serio.